Un rasgo común en la construcción de la ética parte de asociar el bien con la verdad, y el mal con la mentira. Pero ya sabemos que las aleaciones puras no encajan plácidamente con la condición humana. Y hasta los periodos históricos se distancian de esa máxima. Así, el Medievo se alía con la pureza, a fuerza de que las ordalías y los estragos del pecado acentúen el temor de Dios. La Ilustración es la exaltación de la luz de la razón, pero en su nombre se derramaron por Europa muchas satrapías. Este movimiento pendular es el que ha llevado a generalizar esa máxima de que la sinceridad está sobredimensionada y, por ende, a tutelar esa eclosión de falsedades: los bulos y las trolas castellanas que en esta hegemonía de los anglicismos se tornan en fake news.

Como dijo Miguel Mihura, no es ni blanco ni negro, sino todo lo contrario; y en esta lúcida afirmación, Pablo Iglesias hilvana su enésimo argumento para auparse al Gobierno de Sánchez; y arguye que hace bien la ciudadanía en no fiarse de la palabra de un político, imputándosela al presidente en funciones pero no eludiendo las consecuencias de esta falsa paradoja. Y, entre otros, este axioma apela a la afirmación de Epiménides, un filósofo griego del siglo VI a.c. Dijo Epiménides que todos los cretenses son unos mentirosos, con el pequeño matiz de que el mismo era oriundo de la isla de Creta. La cuestión estriba en calibrar hasta qué punto auto afirmarse como mentiroso se otorga un plus de veracidad.

Sin embargo, proclamar la poca valía de la palabra de un político no le otorga al señor Iglesias la protección de un testigo protegido, sino que lo entorcha de cinismo. El ruedo político está trufado de tacticismo, pero hasta los más entusiasmados en este juego de espejos deberían tener marcado en su ideario un decálogo frente a las trolas. Hace un año, el Gobierno de Sánchez se marcaba un Fernando VII, marchando el primero en un supuesto filantrópico apoyo al salvamento en el Mediterráneo; hoy evita las salpicaduras de los chapoteos de quienes intentan salvar su vida. No hace tanto, Rivera se presentaba como el paladín contra las Diputaciones, como si ese órgano fuese una hidra que se come a los pueblos chicos. Hoy, cualquier alusión a ese órgano supramunicipal se ha desmontado como idea fuerza en Ciudadanos, quién sabe si por una conversión como la de San Pablo, o porque empiezan a cuadrar los jugosos cachitos del poder. Y hasta el partido de Casado está administrando la reconvención de su cinismo, una corrupción que no podía despacharse cual si tirásemos pelillos a la mar.

La sinceridad puede que esté sobredimensionada, pero estamos entronizando la verdad de las mentiras. Con un presidente norteamericano que está aplicando la teleología de los berrinches. Que la foto que marque esta época sea la de dos histriónicos cruzando juntitos las baldosas del paralelo 38 nos embadurna a todos de la auténtica cutrez de la trola.

Visto que electoralmente triunfa el bulo frente al contraste, más vale apelar antes a la lucidez que a la credibilidad, pues esta última tendría que decantarse por su peso específico. Hace falta una investidura como el comer, y mientras Iglesias gambetea con su cartera ministerial, acaso haya que invocar a Epiménides para que su dialéctica avive la honestidad del mentiroso.

* Abogado