Septiembre ha sido siempre en nuestra tierra un mes alegre y fiestero; el curso que ahora comienza, sin embargo, debido al covid-19 y a sus efectos, seguro que va a ver algo más acortados sus días, incluso antes de que asomen las primeras lluvias de otoño. Hay personas, por otra parte, muy conscientes de que ese recorte también va a producirse en otros asuntos de mayor relieve, dado que se avecinan tiempos de enorme incertidumbre y precariedad y, sobre todo, de un paro que superará, sin duda, los niveles de por sí ya altos que asolan nuestro país. Entre estas personas preocupadas por el mundo del trabajo se hallan los militantes de la Hermandad Obrera de Acción Católica, muy conscientes de esa terrible realidad que les interpela con apremio, y que les lleva a implicarse aún más en el acompañamiento de la vida de aquellas personas que más sufren. Ello explica sus llamadas de atención a todas las instituciones nacionales y autonómicas para que favorezcan y potencien al máximo una cultura más solidaria, humanista y fraterna. Sin duda, este es el motivo por el que ellos, cuando llega este mes, dediquen un día a la reflexión serena acerca de su fidelidad a los tres grandes pilares sobre los que construyen su organización eclesial. Y en este curso que ahora comienza, con más razón si cabe.

Sus reflexiones y planteamientos sociales son siempre valiosos y oportunos. Partiendo de la Doctrina Social de la Iglesia, nunca olvidan la inspiración directa del Evangelio, que los ilumina en ese empeño suyo por ver la realidad que los rodea, en conexión con su forma de pensar. Los conozco desde hace años, a unos más que a otros, y sé de su buen hacer, si bien ahora mantengo con ellos una relación más amistosa, a través de sus consiliarios diocesanos Domingo Ruiz Leiva y Rafael Herenas Espartero, a quienes aprecio, y quienes no dejan pasar ocasión para invitarme a sus actos internos. Ambos, como también el resto de militantes, tienen a Jesucristo como norte y guía, también como norma de vida y propuesta de liberación para el mundo obrero; descubren a éste en el rostro de aquellos con los que Él quiso identificarse, como ya dijera el papa Wojtyla. Desde la fe, pretenden, aparte de seguir al maestro, ser testigos de un proyecto de humanización que contrasta con esa disolución de todo lo humano que se ha producido en nuestra sociedad, situación que se expresa de una manera clara en la deformación del trabajo y de la política, que provoca una enorme fractura social, desigualdades e injusticias que recaen sobre el mundo obrero y del trabajo. Por eso, mantienen siempre la mirada puesta en Jesucristo, el pionero de la fe, y con un corazón compasivo contemplan la realidad del mundo de otra manera a como otros muchos la observamos: desde el submundo de los empobrecidos, de los explotados y excluidos, ya que solo desde allí es de donde se puede mostrar el verdadero rostro del Creador, ese Dios de justicia infinita que les ayuda a construir un Reino de fraternidad y de amor, que no es otro que el Reino de Jesús. Es la verdadera misión que la institución romana les tiene encargada: la de humanizar nuestra cultura y ofrecer el anuncio de la Buena Noticia, junto al pobre y al oprimido, acompañando al mundo obrero en sus justas reivindicaciones, tal y como en su Encíclica Redentor Hominis planteara el papa Ratzinger, quien veía al ser humano como el camino para la Iglesia.

En sus reflexiones suelen partir del Evangelio, con el propósito de fomentar, junto a los demás, otra ética más solidaria. Ven por ello en Jesús a su verdadero Camino, la Verdad, e incluso la Vida; de ahí que siempre reivindiquen estructuras e instituciones que fomenten y hagan posible la solidaridad, sobre todo con los más desfavorecidos. Las instituciones sociales encuentran su legítimidad en el servicio a las personas, siendo solamente el cauce para construir justicia y solidaridad, fomentando así la participación responsable en toda la vida social. Cuando una persona es sometida a cualquier estructura o institución, ya sea económica, social o incluso religiosa, se corre el riego de destruir su dignidad personal y de pervertir el sentido de la vida social. Ahora comprendo el porqué de su máxima, la de vivir siempre desde Cristo, convencidos de que lo que Él mismo nos propone es lo más humano, lo que más sintoniza con los intereses de los desfavorecidos y lo que, al mismo tiempo, mejor encaja con las aspiraciones del pueblo y del mundo obrero. Por eso, la HOAC insiste tanto en sus planes de formación: para que toda la vida y actividad de sus militantes, en la lucha obrera, tengan a Cristo como centro y punto de referencia, como motor y meta; de modo que sea Él quien presida realmente su conciencia y existencia; y, al mismo tiempo, lo vaya llenando todo: las vidas de las personas, los ambientes donde se desarrollan e incluso las propias instituciones que intentan regular a unas y a otros.