Una de las características más novedosas del tiempo contemporáneo ha sido la copiosa implantación de los desfiles de las maniquíes por las pasarelas de la moda. Desfiles que también dejó desiertos el coronavirus del demonio.

La idea de efectuar dichas paradas nace -según nuestras someras averiguaciones- en el primer tercio del siglo pasado, cuando los afamados modistos parisinos -costureros que no gozaban aún de la vitola que los ha convertido en diseñadores de alta costura-, descubrieron que para difundir sus creaciones y, consiguientemente, incrementar los beneficios empresariales eran insuficientes las muñecas de cartón piedra de las que se servían para ofrecer al público el último grito en prendas de vestir femeninas.

Como aquellas modestas esculturas irreales esquematizaban la morfología de la mujer, se les ocurrió promocionar sus invenciones usando sonrientes muñecas de carne y hueso que, en principio, fueron las modistillas más espigadas y cimbreantes del taller. Todo un éxito que se dilató hasta la Segunda Guerra Mundial, porque la aparición de las primeras modelos -llamadas, entonces, maniquíes-, que se exhibieron en las pasarelas, coincidió con la llegada a París, capital universal de la moda, de compradoras irresistibles, procedentes de medio mundo, que se desvivían adquiriendo vestidos elitistas confeccionados en la dulce Francia.

Inmediatamente, el descubrimiento fue jaleado a bombo, platillo y fanfarria por la prensa, y hasta lo imprimieron en cuadernos de papel satinado -los «figurines»- que se propagaron tanto como los propios desfiles de las maniquíes -ya profesionales- que eran seleccionadas por los modistos más creativos, de entre las aspirantes que reunían las medidas canónicas de las Venus clásicas, el orgullo de las divas de la Comedia Francesa y la autocomplacencia de las burguesas con perrito que al atardecer paseaban por los bulevares.

Esos desfiles de maniquíes, entronizados en los felices años 20, decayeron en los infelices 30 y en los guerreros 40, pero reaparecieron con ímpetu tras el Plan Marshall y las revoluciones de Christian Dior y Coco Chanel; para conseguir su consolidación definitiva en los desenvueltos 90; culminando el ascenso -con varones intercalados- a principios del siglo que trascurre. Momento en el que las maniquíes más sobresalientes -superstars tan cotizadas como los cracks del deporte- exponen en las pasarelas su delgadez gótica, su caminar rectilíneo pisando la propia pisada y su arrogancia hierática que parece ignorar a los espectadores que las contemplan. Modelos sofisticadas, blancas y negras, mostrando al público colecciones de prendas artificiosas, inverosímiles que, luego, nunca se ven en la vida cotidiana pero que, según los entendidos, sirven para «establecer las tendencias de la temporada».

Y es que en la moda indumentaria, al igual que en el mundo de la restauración -esos platos costosos que pugnan por asemejarse a las abstracciones pictóricas-, lo baladí se mezcla con lo irreal y los escombros de las culturas populares con las extravagancias más refinadas.

Mientras tanto, el hedonismo y el consumo seguirán diluyendo las individualidades convertidas en estereotipos vigilados por la incesante propaganda. Una realidad que volverá a verificarse cuando, a finales de otoño -según han anunciado los vecinos franceses-, las maniquíes retornen a las andadas por las pasarelas, pero todas -hasta las que pasean mínimas lencerías-, al contrario de lo que sucedió en Madrid semanas atrás, luciendo mascarillas de diseño, a juego con las ropas exhibidas, para que los espectadores desperdigados las contemplen sin vulnerar la distancia establecida por los regidores de la puñetera pandemia que no va a dejar turista a flote, títere con cabeza y persona que luche por la verdad a cara descubierta.