Se llamaba Inna Nahmias, había nacido en Kiev hace casi un siglo y falleció en París el pasado domingo. Era la viuda de Elie J. Nahmias, un rico sefardí de Salónica que se enorgullecía de descender de los judíos expulsados de España por los Reyes Católicos y de conservar el habla y la cultura de sus antepasados. Un día de 1968 quiso el azar que al matrimonio, de viaje turístico por Andalucía, se le averiara el coche a su paso por Córdoba, y los dos se prendaron hasta tal punto de la ciudad que su amor por ella ha perdurado hasta la muerte. Compraron, en la plaza de Jerónimo Páez, junto al Museo Arqueológico, una de las mejores casas del casco histórico, y la restauraron y decoraron al estilo de como lo hubieran hecho sus remotos parientes en la Córdoba medieval, sin escatimar dinero ni buen gusto. Hasta el punto de que la "casa del judío", como se la conoce, acabó convertida en leyenda urbana, en algo como sacado de un cuento de Las mil y una noches , inaccesible al común de los mortales.

Y, sin embargo, no lo fue del todo. Porque desde el primer momento los Nahmias manifestaron su interés por dejar en Córdoba un legado importante relacionado con la cultura sefardí --a la Academia hicieron llegar unos grabados a través de la entonces directora del Arqueológico y vecina, Ana María Vicent--. Pero su voluntad nunca llegó a cristalizar en nada concreto, pues ni obtuvieron respuesta de las autoridades de turno, ni a sus tres hijos --que no han dejado de venir, al igual que la madre, desde el fallecimiento de Elie en 1994-- les gustaba la idea. Lo prueba una anécdota, traducida en gran decepción, que sufrió en su día Joaquín Mellado. El que fuera decano de Filosofía y Letras visitó a Inna en numerosas ocasiones, alguna junto al entonces rector, Eugenio Domínguez, para ver cómo dar forma a un proyecto que entusiasmaba a ambos: la creación en la Universidad de Córdoba de un centro de estudios hispano-hebreos para alumnos extranjeros. Para ponerlo en marcha, aquella señora elegante que junto a su familia, rusos blancos y judíos, había huido de niña a Francia --donde el padre desapareció tras la ocupación nazi--, ofreció ceder gratuitamente casi toda la casa con todo el mobiliario y equipamiento para sede del centro. Se reservaba apenas las dependencias que solía ocupar ella, pero estaba dispuesta a donar incluso la biblioteca, nutrida de ejemplares valiosísimos según recuerda Joaquín Mellado todavía con pena.

Cuando todo parecía a punto de caramelo, el hijo mayor, Sacha, viajó desde París y, junto a una Inna llorosa y como avergonzada, anuló ante el rector el compromiso adquirido por su madre con la Universidad. A cambio, planteó un alquiler por cinco años renovables a razón de 10 millones de pesetas por año, y sin firma de compromiso alguno de continuidad. Naturalmente la oferta se desestimó. A Inna, generosa y enamorada de Córdoba hasta el último suspiro, le cortaron las alas. Y Córdoba vio una vez más frustradas sus aspiraciones.