Su ejemplo está lejos de ser único o excepcional y ni tan siquiera raro o infrecuente. El Madrid más desapacible amanece cada día para miles de jóvenes que, provenientes de las autonomías más precarizadas --son muchas...--, aspiran a la labrarse un puesto al sol en una España oficial remecida con centenares de ofertas anunciadas en toda suerte de parlamentos y asambleas legislativas, ayuntamientos, diputaciones, delegaciones..., y muy insólita vez materializadas en oposiciones y concursos de tramitación efectiva y auténtica.

Uno de dichos jóvenes fue antiguo alumno del articulista en tiempos de la gran ilusión palingenésica que trajeron consigo los años de la reimplantación democrática. Proveniente de la Andalucía más entrañadamente lorquiana, la crisis y Bolonia desbarataron sus planes y proyectos de ser catedrático de instituto, sin que la ciudad provinciana de sus estudios le proporcionase el holgar mínimo para satisfacer sus bien modestas necesidades de manutención y vestidura. Y como tantos otros andaluces del último siglo se asentó en Madrid para arribar al puerto de sus sueños, muy inconfortablemente en lo material, pero con el corazón al viento en lo espiritual. Destino común, como acaba de recordarse, al de millares de los hombres y mujeres de su generación, mas no por ello menos escruciante. Clases «particulares» se encadenan sin fin en su horario desde que, muy de mañana, comienza su marcha hacia los barrios burgueses de la capital con el empleo del bus y del metro hasta que a la anochecida recorre a la inversa el mismo itinerario. Sin becas ni ayuda institucional alguna, la enseñanza privada a chicos y chicas adinerados y asaz mostrencos en su inclinación por el saber le nutre de los medios pecuniarios imprescindibles para no cejar en su vital empeño de lograr el profesorado estable en un centro de Secundaria estatal o en un establecimiento de régimen concertado.

El esfuerzo desplegado en la consecución de tal meta por un cuerpo no demasiado robusto y un espíritu tensionado en extremo es fácil de imaginar. Solo la edad y un talante en extremo estoico y animoso así como unas fuertes convicciones religiosas explican su confianza en un porvenir más estimulante. Tengamos la esperanza en que sea así. Entretanto, su ejemplo ha de servir para mantener la apuesta por una juventud que, traída y llevada por todo género de discursos oportunistas e instrumentalizadores del estamento político, pueda, cuando sus objetivos profesionales se vean cumplidos, dar el golpe de timón a la marcha de un país urgido de justicia y exigencia en el quehacer de sus elites. Múltiples son, por supuesto, las causa del deterioro moral de la nación; pero ninguna acaso tan grave y trascendente como la precariedad ética de sus cuadros dirigentes, en la que se halla sin duda la raíz última de la situación desventurada del protagonista de este artículo y con él la de incontables compañeros de su generación, por cuya mejor fortuna hay que seguir apostando contra viento y marea y a favor de su ejemplar conducta, fraguada en la entrega y el amor a este viejo país hoy desconcertado.

* Catedrático