No recuerdo la película, pero sí la escena. Al final de una hecatombe sentimental, cuando ya se ha quemado todo cuanto quedaba por quemar y solamente resta el amor puro, los dos protagonistas se miran a los ojos. Están en la calle, se mantienen la mirada y no parpadean; el espectador tampoco, porque sabe que ahí dentro, en algún lugar, siguen vibrando los últimos residuos de algo que existió. La gente pasa junto a ellos sin sentir su dolor, en esa acera de Broadway, ajenos a ese mundo que se está aboliendo. Sólo el espectador lo sabe, ante un silencio que se multiplica y parece ocupar no sólo el tiempo, sino también un espacio que convierte el mutismo en algo físico. Cuando ya no les queda -aparentemente- nada que decirse, uno de ellos, quizá él, pregunta: «¿Y ahora qué vas a hacer?». Ella entonces sonríe, levanta el brazo y dice: «Lo que se le da mejor a cualquier neoyorquino: coger un taxi». No estamos en Manhattan ni Manhattan -tampoco- es lo que era, pero hemos cogido muchos taxis no sólo para salir corriendo después de las hecatombes sentimentales, sino al filo de muchos momentos definitivos. La vida y la muerte, la enfermedad, la urgencia. ¿Qué vamos a hacer? Lo primero, coger un taxi. Esto y la tardanza, salir del aeropuerto con una maleta demasiado pesada. Quiere uno decir, sin recordar aún el título de la película -quizá de Woody Allen, ese genio machacado por la corrala abolicionista de la presunción de inocencia-, que el taxi y el taxista son un paisaje natural de la vida. El gremio del taxi tiene su argumento y una buena parte de razón. Porque si han pagado unas licencias administrativas como servicio público y ahora otros señores entran en la misma competencia sin tener que haberlas abonado, no se está protegiendo la igualdad jurídica entre los dos agentes, ni tampoco la libre competencia.

Pero convertir sus manifestaciones no en un derecho de huelga legítimamente ejercido, sino en un paro patronal, sin servicios mínimos -hay mucha gente que no sabe ni puede moverse más que en taxi- más bien enturbia su mensaje. Y la violencia, en plan Sylvester Stallone en FIST -en inglés, puño-, su película sobre el inicio del sindicalismo del transporte en USA, de camisas abiertas y discursos que acaban con el bate en la mano, como hemos visto en Ifema con los periodistas y varios conductores de VTC, enfanga más que enturbia. Más allá de la violencia, la famosa ratio de un vehículo VTC por cada 30 taxis tiene su origen en la Ley de Ordenación del Transporte Terrestre (LOTT) de 1987, pensada sobre todo para las limusinas. Fue Zapatero -otra vez- quien abrió la caja de pandora en 2009 aprobando la «ley ómnibus» para liberalizar el sector de servicios, lo que incluía a los VTC, trasladando al ordenamiento jurídico español la directiva europea, sí; pero incluyendo el transporte y los VTC, que en un principio no estaba contemplado en la directiva europea. Y como se había abolido la ratio 1 vehículo VTC por cada 30 taxis, se concedieron licencias a tutiplén. Y ese es el problema que tenemos ahora: las licencias concedidas entre 2009 y 2013, cuando el Gobierno de PP, juiciosamente, restableció la ratio 1/30 con un nuevo reglamento. Así que las licencias concedidas entre 2009 y 2013 son absolutamente legales, como ha recordado el Tribunal Supremo estos últimos años.

Si Zapatero no hubiera legalizado la concesión de licencias con la misma alegría con que se comprometió a apoyar el Estatut de Cataluña sin comprobar lo que había dentro, no tendríamos este problema. Afortunadamente para los taxistas y los conductores de VTC -y por desgracia para los venezolanos-, Zapatero anda en Caracas poniendo orden internacional. El ministro de Fomento, José Luis Ábalos, lanza con suficiencia -y hasta un poco de chulería- «la patata caliente» -porque sí lo es- a las comunidades autónomas, siendo una competencia estatal. Ante una crisis así, con el bochornoso espectáculo a las puertas de una feria internacional de turismo, un paro patronal sin servicios mínimos y una violencia intolerable, con dos partes enfrentadas, cada una con su parte de razón -más allá de la necesidad de renovación en el gremio de taxi, los riesgos del monopolio y las condiciones cuidadosas con el pasaje de los VTC-, se ha necesitado un árbitro en la mesa. Pero tenemos un ministro de Fomento que dispersa el problema, en lugar de cogerlo por el nudo, para luego citar a los medios perdonando la vida al personal. Mientras, Pedro Sánchez sigue de turismo en su coche oficial.

* Escritor