Tiene 98 años que ya empiezan a pesarle, aunque si por él fuera pediría otros tantos más para seguir pintando y escribiendo todos los días --no le pregunte si todavía lo hace, porque replicará enfadado que la duda ofende--. Un siglo más necesitaría Ginés Liébana para seguir cultivando a carcajadas su genio alegre y corretear como un duendecillo travieso entre gente joven, siempre con una carpeta de dibujos bajo el brazo y en el bolsillo la libreta donde anotar la última ocurrencia literaria. Hasta hace muy poco, cuando aún subía los escalones de dos en dos, ese ha sido el ritmo que marcaba el reloj de este ser único, cultivador nato de la extravagancia y la dispersión, que puede soportar todo menos el aburrimiento. Ahora, muy a su pesar, al último superviviente de Cántico no le queda más remedio que dosificar sus pasos, y aún así no para. El próximo día 9 se inaugurará en la Casa de la Moneda de Madrid --su residencia alternante desde que dejó Córdoba en los años 40 huyendo de la asfixia y la pena honda-- una exposición antológica bajo el título de Acorde de duende. El imaginario de Ginés Liébana. Una ocasión para la que se ha dejado querer de nuevo, él que siempre ha presumido de incomprendido y a veces con razón, pero en la que ha puesto en manos de otros los enredos de la organización y hasta los contenidos. Y antes de que abra a escala nacional esta muestra definitiva, homenaje a toda una existencia a contracorriente de quien no se cansa de recordar su vocación de no contemporáneo, Liébana tiene una cita en la Feria del Libro de Córdoba. Será este sábado, día en que se le espera para asistir a la presentación de su última criatura poética. Amores pasajeros al tren la llama, en otro giro humorístico, entre almodovariano y ferroviario, de los que tanto gustan al travieso e incontinente retorcedor del lenguaje que es Ginés, a pesar de que durante mucho tiempo haya contenido la vena de escritor intimidado por el peso literario de sus amigos de Cántico.

Le encanta definirse como «exiliado alegre», pero lo cierto es que a Ginés Liébana le sienta bien venir a Córdoba. Y eso que, fallecida su hermana Josefina --que le ofrecía hospitalidad y afecto envueltos en cariñosas regañinas--, cada vez espacia más las visitas a esta ciudad que ha impregnado en la distancia sus cuadros y sus textos. Una Córdoba de elegancias discretas, silencios y desdenes que no ha sabido tratarlo con la generosidad que ha destinado a otros miembros del grupo poético y en especial a su amigo desde la infancia Pablo García Baena --reconocimientos merecidísimos todos ellos--. La Córdoba ensimismada a su decir en la «nostalgia del paraíso» cuya indiferencia le lanzó a Madrid como ilustrador de revistas, dejando atrás el recuerdo del padre y un hermano asesinados en la guerra y la madre metida a monja para perdonar tanto desatino. Luego decidió que no habría más penas ni olvido, y en los cincuenta llegaron amores peliculeros con damas de la música y la aristocracia que lo pasearon por París --donde bailó al ritmo de Cole Porter--, Río de Janeiro y Venecia como viajero romántico. Hasta que en 1968, ya con el halo de artista dominador de las vanguardias aunque solo fuera para despreciarlas, libre y cosmopolita, el exiliado alegre al que nada quedaba de su nacimiento en Torredonjimeno (Jaén) ni de su infancia en Valenzuela, decide asentarse en la capital de España. Y allí, en ese museo/santuario que es su abigarrado piso junto a la Castellana, montó estudio y bohemia. Puso la misma pasión en retratar a intelectuales y famosos que en dibujar ángeles, mientras saboreaba la vida sintiendo a Córdoba lejana y sola. Y así sigue. Ojalá este reencuentro se la acerque definitivamente.