Una considerable porción de los españoles del presente interesados por sus raíces inmediatas conocen la tesis de un sobresaliente contemporaneísta británico acerca del advenimiento de la primera dictadura militar del novecientos hispano. Según la interpretación de R. Carr, la llegada de Miguel Primo de Rivera al poder con motivo de la crisis marroquí cortocircuitó el afianzamiento de la reforma surgida justamente de la entraña misma del sistema parlamentario como respuesta al hondo impacto provocado en la conciencia nacional por la sangrienta derrota de Annual --julio 1921--. Prevalido de que su buida inteligencia compensase su menesterosidad erudita, el autor de la síntesis sobre los siglos XIX-XX más difundida entre el público culto se arriesgó a resolver de un plumazo la incógnita contenida en uno de los capítulos más sustanciales de todo el devenir de la España contemporánea. Perspicaz y sugestivo, el planteamiento referido se asienta sobre bases en conjunto infirmes y, sobre todo, muy incompletas. A la altura de 1923, tras la gran crisis nacional del estío de 1917 y en el contexto de una Europa tentada por las pulsiones dictatoriales en algunos de sus países más desarrollados y presa en otros de las primeras versiones totalitarias, resultaba a todas luces altamente utópico que la crisis generalizada, provocada en nuestro país por la aleación mortal de la situación marroquí con el desorden público en una Cataluña recorrida con gran intensidad por las corrientes independentistas, se resolviese desde dentro del asediado establishment por mucho que fuese el vigor de su repentino impulso palingenésico.

A escala bien distinta y en panorama harto diferente, al anciano cronista le recuerda el análisis de Carr la coyuntura atravesada hodiernamente por su medio de locomoción más utilizado. Sin duda, ello se debe a simple deformación profesional y a la obsesión provocada en su espíritu por el sentido último de los sucesos acontecidos en las semanas del todavía casi flamante calendario de 2019. Cuando todo en el funcionamiento del AVE semejaba marchar con andadura insuperable, incluso en el extremo crucial de su rendimiento económico cara a la competencia aérea, he aquí que sus máximos responsables anuncian una semi-drástica e inmediata mudanza, descrita por sus inspiradores con los tintes más imantadores. Naturalmente, el articulista no desea sentar plaza de aguafiestas ni de laudator temporis acta, por más que sea muy honda su afección por el mundo de la Renfe, que, por cierto, comparece en esta hora de almoneda y talante negativo con credenciales como servicio público muy respetables y acreedoras a la gratitud de la agria sociedad española. Mas por encima de esta atmósfera hiper-criticista y de las no pocas censuras que, en general, cabe hacer al gigantesco universo renfístico, y al del AVE en particular, no pueden olvidarse, a la hora de articular una nueva política de transporte ferroviario, los muchos y, a las veces, impecables servicios prestados a la colectividad por los de ordinario abnegados hombres y mujeres de la vieja Renfe. En esta hora esencial para su casi centenaria existencia, que conste al menos el modesto pero muy entusiasta exvoto de reconocimiento del anciano cronista abajo firmante.

* Catedrático