La frivolidad se cuela por los entresijos de todo, es inevitable, también por los de la más sórdida de las situaciones imaginables como esta pandemia que tanto dolor y pobreza está generando. La gente muere y hay quienes fabrican, venden y lucen mascarillas de autor a un precio de alta costura, o quienes hacen de los saludos a distancia un ritual festivo de grupo.

Y sin embargo, estas cursiladas hasta resultan pequeños pecadillos perdonables. A fin de cuentas, tampoco las pijadas molestan tanto en la vida, algunas de ellas son realmente simpáticas y no dejan de ser detalles que ayudan aportando un poco de humor (imprescindible para sobrevivir y sobrellevar la situación) y, sobre todo, colaboran para que se cumpla el objetivo último: controlar la expansión de virus. ¿Qué más da lucir una mascarilla simple, molona o un artículo de joyería siempre que eso ayude a que a uno no se le olvide llevarla y se haga buen uso de la misma?

Lo que realmente no ayuda es que se inventen y pregonen ‘exquisiteces’ antivirus. Me refiero a esos decálogos ‘sobreactuados’ de consejos (sobre todo algunos reportajes de TV) y si me apuran a algunas normas de comunidades autónomas que, lejos de informar y ayudar a la población a mantener una actitud de sentido común y de higiene sanitaria preventiva, parecen el guión de una película de fantasía. Por ejemplo aquel reportaje sobre consejos para cómo sacar al perro a pasear en tiempos del covid-19, y que concluía aconsejando que a la vuelta a casa se le lavara las patitas al chucho hasta la rodilla con una solución de lejía al 30%. Eso se lo hago a mi ‘Gastón’ y se me quedaría mirando con cara de decir «¿y el animal inteligente eres tú?» Otro de estos decálogos: el que abogaba para que los escolares tengan dos mochilas y dos pares de zapatos para en días alternos llevarlos al colegio tras dejarlos 24 horas en un ‘armario de cuarentena’. Un tercero reciente: en comidas sociales navideñas, los de la misma unidad familiar se deben sentar en frente, ya que así se comparten las miasmas solo entre los que ya se las están pasando a diario. O sea, nada de mirar al lado para conversar con quienes no sueles ver y que son el motivo de la reunión, todo ello en una salón idílico de como mínimo 50 metros cuadrados en el que todos pueden mantener 1,5 metros de distancia, donde nadie se cruza ni se toca al poner la mesa, a ninguno se le cae un tenedor (por poner un ejemplo de miles de situaciones que pueden propiciar un contacto directo), los niños no corretean, hay espacio de sobra para ir a la cocina o al cuarto de baño...

No sé... quizá sea cuestión entre tantos mensajes confusos que estamos recibiendo de que haya menos florituras y de aspirar a lo eficaz. «Lo perfecto es enemigo de lo bueno», afirma el dicho, y cansa muchísimo tras largos meses de pandemia tantos consejos remilgados mientras se obvia lo esencial: que si no quieres contagiar ni contagiarte, quédate en casa. Punto. No hay otra.

Disculpen la contundencia del tono. Será que todavía no le he dicho a mi madre que no nos veremos en Nochebuena, que el anuncio del turrón El Almendro no lo veo tan bravo como todos los años.