No existe el Evangelio según Rhett Butler, pero aún así más de uno encomendaría su espíritu a esos versículos de metraje filmados en el Viejo Sur. La hora cumbre, el cáliz de los confederados, se perfila en esos fotogramas en el que Clark Gable besa a Escarlata O’Hara, con los arreboles de una Atlanta quemada como un granero ciclópeo. Y ahí es cuando Butler el tahúr sufre la conversión de una buena causa, decidiendo alistarse en el bando de los que tienen la guerra casi perdida.

¿Habrá soñado esta noche Albert Rivera con aquella escena de Lo que el viento se llevó? Él, que en la noche fatídica del domingo, catalogó a su formación como el partido de los salmones, se topa con un varapalo histórico. Las elecciones del domingo son un ejemplo antológico de que los errores humanos pueden costar un reino, o una trayectoria política. Aquí la dimisión de Rivera se antoja una expiación irreversible, pues la road movie de Sánchez no parece otorgar nuevos protagonistas. Si la actual situación política no se endereza, estos años de parálisis política pueden asimilarse a una baraja de egos. Y en este 10-N ha caído uno de sus principales ases.

Vienen malos tiempos para los gurús. Parecen cortesanos que no adulan con ripios, sino con panegíricos demoscópicos. Los destinatarios de sus lisonjas son esos líderes obcecados en escribir un manual de seriófilos, en lugar de preocuparse por los verdaderos problemas de la ciudadanía. Estos comicios no solo pueden sancionar la estupidez política de Ciudadanos, que tuvo en sus manos la contribución a la regeneración política desde las propias tripas de la Moncloa. Necesariamente tendrían que caer quienes han jaleado la transformación del tablero electoral en un laboratorio de Quimicefa. La política no es el algoritmo de variables cucas a mayor gloria de una gobernanza de diseño. Es la ardorosa y honesta voluntad de exponer las agallas del entendimiento, sin más líneas rojas que el respeto, la convivencia y la busca permanente del bien común.

Desgraciadamente, lo que se ha conseguido ha sido una saturación de narcisismo; más que ideológico, de intereses y de siglas, lo que ha arrastrado a la polarización. Se husmea el frentismo gracias a una concatenación de errores estratégicos, pensando que el derrumbe naranja vendría a ser como abrir el paraguas para recoger los caramelos de la Cabalgata. ¿A qué suena ese corifeo de «A por ellos» en la euforia electoral de los patriotas de piel verde? ¿Cómo desactivar la desafiante chulería de Rufián con el acuse de recibo del «Os estamos esperando» sin quebrar los evidentes logros del marco constitucional? Ese gen autodestructivo parece invitarnos a que Mª Elvira Roca escriba un nuevo capítulo de la hispanofobia.

Fue Rajoy el que abrió esta peligrosa danza de las segundas vueltas encubiertas. Esta ruleta rusa electoral ha erosionado a los partidos con más sentido de Estado, incluido el engañoso alivio del PP, al que hay que recordarle que Vox se le ha convertido en un apéndice doloroso, que le resta posibilidades de Gobierno. Sus querencias de acercamiento con el pretendido hijo pródigo merman su capacidad de homologación con la familia popular europea.

La gravedad de la situación empuja a recuperar la audacia de la Transición, sin más egoísmos ni milongas. Tras cuatro décadas de convivencia democrática, aún no se ha descifrado ese arcano del acné a las coaliciones en el Gobierno del Estado. Toca a las principales fuerzas políticas un ejercicio de gallardía para formar un Gobierno fuerte, dejándose de veleidades extremistas. No existe el Evangelio de Rhett Butler. Pero pónganles unas velas a los que deciden luchar a contracorriente.

* Abogado