Estamos perdiendo el tiempo los que propugnamos que, como mandaría el sentido común en toda democracia, nuestros representantes, a los que escogemos y pagamos para ello, se entiendan y solucionen nuestros problemas, en lugar de transferirnos los de sus partidos.

De hecho, viendo lo visto, he decidido dejar caer los brazos y que me arreen los puñetazos que quieran el resto del combate. Más aún, no voy a perder el tiempo de nuevo en sugerir que la política española aprenda algo de la tradición pactista de otros parlamentos europeos. Directamente, lo que propongo ya es que se haga un estudio serio, científico, sobre la retórica, mecanismos y medios que se emplean en España para no escucharnos los unos a los otros lo más mínimo. Que no es fácil, ¿eh? Porque al nivel a donde hemos llegado en esta piel de toro, cuesta menos trabajo admitir que el adversario puede tener algo de razón en algún momento de su larguísima vida que mantener el actual y cansino clima de encabronamiento (la RAE hace tiempo que admitió el término «encabronar», lo que ya dice mucho de a dónde hemos llegado).

Se trata de métodos que bien conocen los psicólogos. Uno de ellos consiste en lanzar un reproche tan duro como ambiguo, que es imposible de contestar y que envenena a partir de ahí todo diálogo. Otro se trata de pedirle al contrario: «Tranquilizate», pero alzando el tono. Me decía mi amigo y psiquiatra Juan Antonio Romero que pocas cosas son más enervantes que exigir calma a gritos. Hagan la prueba, tendrán una discusión segura. Y otro método para el desencuentro: cuando uno propone algo, la otra persona lo rechaza basándose en una anécdota extrema. Por ejemplo: «¿Abrimos una cerveza?». «Un primo mío una vez se cortó los tendones de la mano con la chapa». «¿Una copa de vino?». «Un vecino hace años se dislocó la muñeca con el sacacorchos». «¿Un vasito de agua?». «¡Uy! La de personas que se atragantan con el agua fría»...

¿Y cuál es el mal de fondo de este clima de desencuentro, especialmente en política? Decía Manuel Vicent recientemente que se ha sustuido al «adversario», con el que no se coincide pero al que al menos se respeta, por el «enemigo», al que simplemente se le odia.

Así, creo que hay que estudiar con seriedad y desde las distintas ciencias sociales y hasta médicas este fenómeno español, desatado especialmente en la última década, del «arte de no llegar a ninguna parte». Por lo menos así alguien sacará algún doctorado en Psicología y Neuropsicología, en Sociología, en Política... No sé, algo es algo. Lo digo solo por ser positivo, para ver qué se puede rascar de este estado de encabronamiento.