La realidad siempre supera a la ficción. Y esto que decimos con asombro, en el fondo es algo de sentido común. La ficción es obra del cerebro, y éste posee unas capacidades limitadas, por mucho que aún quede inexplorado y poco explotado en él.

Dejando por un momento a un lado la realidad política española, que parece formar su propio universo independiente e inescrutable, la misma ciencia no deja de verse sorprendida, abrumada e incluso sonrojada ante esa apertura del mundo, ese interlineado abierto a un abismo insondable por el que se cuela dios, que diría Jorge Luis Borges. Cuántas veces hemos creído llegar al final del camino del conocimiento y cuántas veces hemos debido admitir nuestra soberbia, para luego reconocer que solo estamos empezando a comprender o que quizás nunca lleguemos a entender y explicar de qué va todo esto.

A principios del siglo XX, Albert Einstein se negó a admitir que la realidad profunda solo podría explicarse en términos de probabilidad, que no se puede conocer a la vez la posición y la velocidad de una partícula, que cuanto más precisa sea la medida de la velocidad menos precisa será su posición y viceversa, porque la realidad no está hecha de puntos sino de nubes, que eso que creemos materia sólida no es más que un fantasma de energía. Intentó desacreditar la teoría cuántica de Max Planck, que luego desarrollarían científicos como Niels Bohr, Werner Heisemberg, Erwin Schrödinger o Louis de Broglie. Einstein estaba convencido de que a la física cuántica se le escapaba algo, que la realidad era más grande. Y que por eso algunos fenómenos cuánticos suenan a magia, como que una cosa pueda estar en varios sitios a la vez o que dos cosas se comuniquen entre sí a velocidad infinita aunque se encuentren en los polos opuestos del universo. Pero, a pesar de Einstein, la teoría cuántica se ha ido afianzando como la teoría que mejor predice el comportamiento de la realidad, aunque solo sirve cuándo la realidad se contempla a la escala de los átomos. Porque cuando la realidad se observa a escala de los planetas y estrellas, es la teoría de la relatividad general de Einstein la que se lleva la palma en su capacidad de predicción.

Esa es la situación actual de la ciencia: dos teorías inconciliables para una misma realidad material, o lo que suponemos única realidad material. En este sentido, Einstein llevaba razón. Si la realidad es una, debe haber una sola física que la explique. Las cosas grandes como los inmensos planetas, estrellas o agujeros negros, están hechas de esa misma sustancia de los minúsculos átomos, electrones, protones, neutrones y fotones de luz. La ciencia no soporta esas contradicciones, rehúye de los cortijillos y las republiquetas. La ciencia vive sobre ese principio tácito de que el universo entero, en todas sus dimensiones y escalas, debe estar sujeto a las mismas leyes inmutables. En realidad esta idea es solo un axioma admitido, pero no podemos asegurar que sea cierto. A lo mejor nunca encontraremos una teoría única que supere a la cuántica y a la relatividad y lo explique todo, desde lo más pequeño y simple a lo más grande y complejo. Porque quizás el universo cambia de tal manera en el tiempo y en el espacio, que evolucionan incluso las leyes a las que obedece. Aun así, miles de científicos andan buscando esa teoría total, sospechando o intuyendo que todo esto que vemos y no vemos debe estar entrelazado, perfectamente interconectado en una totalidad.

Albert Einstein intentó desacreditar la teoría cuántica mostrando el fenómeno del entrelazamiento, que es real pero parece explicado de una manera mágica. Niels Bohr decía que la física cuántica no estaba hecha para entenderla sino para que funcione al hacer predicciones. Quizás tengamos que renunciar al deseo de entender esta sutil y compleja realidad, en la que todo está entrelazado, a cambio de poder movernos por ella como un surfista cabalga su ola.

* Profesor de la UCO