Todo es distinto este verano, envueltos como estamos en una pandemia que no cesa y en unas cifras negativas que nos hacen vivir en vilo. Poco a poco, nos vamos dando cuenta de que la «nueva normalidad» sigue con las mismas carencias y sombras que la «normalidad a secas». Por una parte, la inflación de la mentira, y por otra, los continuos ataques a la libertad, recortándola o amenazándola en muchos frentes. En un libro apasionante que acaba de publicarse, Cristianos en la sociedad del siglo XXI, el prelado del Opus Dei, Fernando Ocáriz, sale al paso de esta situación: «En la cultura actual, no es que se haya optado por la infidelidad de modo social y general, sino que ha cambiado la comprensión de la libertad. La pasión por la libertad es un signo muy positivo de nuestro tiempo; a fin de cuentas, es la libertad la que permite elegir y la que nos hace capaces de amar verdaderamente. Sin embargo, en algunos ambientes existe un desconocimiento de lo que la libertad es realmente». Por eso, todos los ataques a la libertad infunden miedo, provocan angustia y nos paralizan de inmediato en nuestras actuaciones. Los individuos y la sociedad se sumergen, quizás sin darse cuenta, en una situación de «anestesia general», de la que es difícil salir, acaso porque comencemos a ver enemigos por todas partes. O peor aún, ni siquiera tengamos ya capacidad de detectar esos enemigos que se presentan con piel de oveja para que no pueden descubrirse. Decía Dostoievski que «la mejor manera de evitar que un prisionero se escape es asegurarse de que nunca sepa que está prisionero». Para eso, el mejor método es «esconder la realidad» o «falsearla» hasta límites insospechados. Un ejemplo concreto es la situación que vivimos con los continuos rebrotes del covid-19, que, al parecer, no son tan leves como nos dijeron. Curiosamente, da la sensación de que no pasa nada y, peor todavía, de que no ha pasado nada. Conviene que estemos «anestesiados» para evitar sobresaltos. He leído recientemente lo fácil que es convertir al supuesto y convencido ciudadano en espectador manipulablemente pasivo: «No hace deporte, lo ve; no actúa, mira; no reflexiona, porque solo oye, no escucha; rema, pero no sabe en qué dirección va el barco; trabaja, pero no sabe en favor de quién trabaja; no disfruta, se entretiene; la apariencia es más importante que el contenido. A los niños se les enseña el postureo desde la más tierna infancia; la cabezas se llenan de nombres de famosillos tendenciosamente prefabricados; los científicos no interesan y los pensadores, menos; los personajes del pasado parece que no tienen nada que decir, y no se conocen ni sus nombres». La conclusión es fácil, en palabras de Cristina Inogés, teóloga: «Formamos una sociedad sometida -en buena parte por propia voluntad- a un conjunto de miedos y supuestas comodidades que nos frenan, cuando, realmente, estamos en el momento adecuado para perder el miedo a la libertad y hacer una profunda reflexión sobre nosotros mismos». Y dos voces importantes: La del consejero de Salud, Jesús Aguirre: «La evolución del coronavirus es preocupante», y la del filósofo Francesc Trralba: «El mundo postcovid será distinto, este virus obliga a pensar y a desapegarse de lo irrelevante». Pero sin caer en la pasividad, en esa especie de «anestesia general» que nos invade por los cuatro costados. Hemos de ser capaces de imaginar «futuros luminosos».

* Sacerdote y periodista