El primer artículo de mi vida lo escribí tras el asesinato de Gregorio Ordóñez y se publicó en este periódico. Tenía mucho de impotencia y rabia, porque alguien de apenas 19 años escribía sobre el asesinato de un hombre joven al que no conocía, de quien sabía muy poco, pero con quien sentía al menos una cercanía: la de la edad, porque Gregorio Ordóñez tenía solo 36 años cuando fue acribillado por la espalda en el bar La Cepa de la Parte Vieja de San Sebastián, a cuya alcaldía se presentaba por el PP para las cercanas elecciones municipales de mayo. Compartía mesa con él María San Gil, ahora fuera de la pasarela política, que ha mantenido siempre idéntica postura de dignidad, rechazo y pulso férreo frente al matonismo etarra y la comprensión complaciente de sus cómplices civiles. Por cierto, me gustaría saber qué piensa ahora San Gil, cuando la banda derrotada por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, el Código Penal, los jueces y la voluntad política --la democracia, en suma-- anuncia su rendición, teniendo en cuenta que se disolvió para la vida real en los arcenes de sus propias carreteras comarcales más o menos en 2011. Es decir: ya estaba rendida, por más que haya tardado siete años en convertir su disolución en una realidad verbal. No es nada nuevo: los terroristas y sus voceros siempre han jugado con los tiempos verbales y el lenguaje. Siempre lo han adulterado. Por eso cuando algunos, colmados --y colgados-- de buenas intenciones en Euskadi y el resto de España pidieron diálogo en los años de plomo, ETA respondió asesinando a Francisco Tomás y Valiente y Ernest Lluch. Porque si había dos hombres que habían hecho del discurso democrático y la palabra humanista un territorio franco de encuentro, una posibilidad de salvoconducto verbal dentro de la selva frondosa y aguerrida del fundamentalismo, eran Lluch y Tomás y Valiente. Por eso ETA, al matarlos, enviaba un mensaje a los psicoanalistas del terrorismo igualmente verbal, pero transido del dolor de cuerpos: aquí no hay ni habrá diálogo, almas de cántaro. Aquí ya solo quedan los casquillos y el reguero de sangre en el despacho de la facultad o sobre la acera, como asesinaron también al periodista José Luis López Lacalle, y nuestro único discurso es el depósito de cadáveres.

Recuerdo a Gregorio Ordóñez. El tiempo se detuvo para él y lo seguiremos viendo con su flequillo alzado, en ese desenfado juvenil que se activa en sus ojos, recortados por una voluntad que parece dueña de su determinación. Gregorio Ordóñez fue importante y lo sigue siendo en nuestro recuerdo de aquellos años por lanzar un mensaje claro y duro desde el corazón de las tinieblas. Por pasearse por San Sebastián igual que un vasco más ante el peligro, porque lo que había en Euskadi era un estado del terror que todavía perdura en algunas localidades pequeñas a las que para algunos aún parece no haber llegado la civilización. El «síndrome del norte»: esos guardias civiles que volvían trastornados si no habían volado antes por los aires, después de pasarse cuatro años mirando cada día debajo de su coche mientras sus esposas y sus hijos sufrían el vacío o el acoso en la cola del supermercado y el colegio. Años terribles en los que despertábamos casi cada mañana con un asesinato o una nueva masacre: en la plaza de la República Dominicana en Madrid, en la casa cuartel de Zaragoza o en el Hipercor de Barcelona.

Después, Miguel Ángel Blanco. Su ejecución en directo. Por primera vez un lehendakari, José Antonio Ardanza, condenaba a ETA públicamente ante las cámaras de televisión. Habían tardado. Hasta Javier Arzalluz, hoy felizmente desaparecido de la vida pública, con esa voz áspera de lengua como papel de lija, desde esa especie de odio cerril y ultramontano, había dicho a los jóvenes cachorros de ETA: «Vosotros agitad las ramas, que nosotros recogeremos el fruto». Aquello ya no era ni independencia ni lucha política: aquello era un odio desmedido hacia un enemigo invisible --o sea: nosotros-- que conviene no olvidar, porque el rencor tribal tiende a reproducirse en sus vértices propagandísticos.

Tantos años después, ETA anuncia su fin cuando ya estaba más que acabada. Por respeto a las víctimas y a la verdad, no debemos permitir que sus albaceas reescriban lo que sucedió. Atrás quedaron casi mil hombres y mujeres asesinados, además de secuestrados, extorsionados, acosados y expulsados de su tierra. Hoy la luz está sobre el Estado y la gente que ha vencido al terror. Hoy la luz está sobre la democracia.

* Escritor