En el mundo clásico romano existió una auténtica carrera política, de carácter obligatorio, consistente en la sucesión de cargos públicos, títulos y dignidades que se podían alcanzar en función de la pertenencia a alguno de los tres órdenes (ordines) en los cuales se dividía la sociedad romana: senatorial, ecuestre y decurial. Las leyes establecían en qué orden había que desempeñar los cargos, y también el tiempo durante el cual había que mantenerse en uno hasta pasar al siguiente. La epigrafía ha dejado suficientes testimonios como para que los historiadores hayan podido reconstruir la historia y evolución de esa carrera, denominada cursus honorum . En la etapa republicana el grado máximo era el consulado.

En las sociedades democráticas, la expansión del concepto de igualdad eliminó cualquier limitación en cuanto a la pertenencia a un determinado grupo social a la hora de ocupar cargos públicos, todo ello de la mano de la aparición del concepto de ciudadanía, y a la vez de los partidos políticos. Por supuesto, ni uno ni otros se han mantenido idénticos al menos desde la Revolución francesa hasta la actualidad. Recordemos que en Francia se instauró en principio una división entre ciudadanos activos y pasivos, cuestión que se superaría a lo largo del siglo XIX. Y asimismo, que los partidos políticos cambiaron en su estructura y composición social en la misma medida en que cambiaban los sistemas políticos y los modelos de representación, hasta llegar a la consagración del sufragio universal en el siglo XX, cuando por fin el reconocimiento de ese derecho abarcó también a las mujeres.

En la España constitucional los partidos son el instrumento para el desempeño de las funciones públicas y para garantizar el sistema representativo. La duda existente en un sector amplio de los ciudadanos es hasta qué punto esas organizaciones son un cauce adecuado para canalizar su voluntad. Pero además surge otro problema cuando nos proponen quiénes serán los candidatos, puesto que los ciudadanos debemos estar convencidos de que el partido al que apoyamos siempre procura elegir a aquellos que considera más capacitados para el ejercicio de la función pública y que reúnen méritos suficientes para ello. La militancia de un partido puede ser muy variada, ahora bien, hay un grupo que está compuesto por aquellos que han hecho del partido su vida, y no me refiero con ello a que hayan establecido una vinculación similar a la del sacerdocio, sino a que han hecho del ejercicio de la política en su partido su actividad laboral. En consecuencia, alcanzan una edad madura sin haber desempeñado ninguna profesión, no han tenido que enfrentarse a la vida cotidiana de cualquier ciudadano, sino que se han limitado a trabajar para su partido, a luchar por estar en distintos puestos representativos y, según dicen algunos, a sacar los codos cada vez que alguien pretende ocupar un espacio que, supuestamente, le pertenece.

El presidente de la Junta de Andalucía acaba de expresar su voluntad de no concurrir como candidato de su partido en las próximas elecciones. He escuchado estos días comentarios acerca de la oportunidad o no de su decisión, así como que la mejor colocada para optar al relevo es la consejera de la Presidencia, Susana Díaz. En lo que he leído sobre ella, no he encontrado nada que demuestre su valía profesional, tampoco decisiones relevantes en su gestión política, sí que ha sido una militante abnegada, y que se acerca a la cuarta década de edad sin otra vida que su partido y los cargos que gracias a él, y a la voluntad ciudadana, ha desempeñado. No posee cursus honorum ni currículum fuera del partido, y en mi opinión, a comienzos del siglo XXI, es un pobre bagaje para encabezar la candidatura de un partido con la historia del socialista.