Cuando escribo este artículo, el final feliz del cuento de Tham Luang solo se ha completado en un tercio; en algo menos, a decir verdad, porque el entrenador es el gran olvidado, el que cierra con sus remordimientos el número esotérico en un lóbrego cenáculo. Las cuevas de Tham Luang se encuentran en el noroeste de Tailandia, casi la Galicia thai, salvo que la espesura vegetal sería patrimonio de todo el sureste asiático. Eso antes de que devorásemos sus bosques y que Borneo, la gran competidora de la Amazonía en oxigenar el planeta, se convierta en un erial.

Estuve en Tailandia hace 20 años, como un turista que elige cara o cruz en un viaje organizado. Opté por la ruta de Kachannaburi, el tren colonial que pespunteaba la selva y una finísima canoa con una oronda neozelandesa en la proa que hacía peligrar el buen puerto. Destino de aquellas aguas: el puente más famoso de la antigua Siam, aunque aquella estructura sobre el río Kwai era un trampantojo. Sin embargo, en aquel Pentecostés de cinéfilos aún podían escucharse los silbidos de Alec Guinness. No escogí la otra cara de la moneda entre otros motivos por el pudor hacia las mujeres jirafas, cercana su aldea a Chiang Mai y a la cueva de los niños futboleros. Lucen las aldeanas de Karen Padung unos cuellos kilométricos que dejarían ridículo el canon del Parmigianino. Será un filón turístico arriostrado en los ancestros, pero ese alzamiento de cuello femenino es toda una ablación de aros perpetuos. Las siguientes generaciones podrán comenzar a desprenderse de esa tortura, ya que ha salido otro reclamo para los viajeros.

Hablé al principio de un cuento sin ningún afán peyorativo. Los niños y las profundidades son las primeras argamasas del relato, el que se inspira en nuestros miedos y nuestras curiosidades más intensas, que a la postre vienen a ser la misma cosa. Ahí está la historia de Alí Babá, cuyo clímax se centra en dos palabras mágicas que hacen abrir una garganta en la montaña. El Señor de los Anillos perdería mucha de su fuerza narrativa si los miembros de la Comunidad no hubiesen abierto en la roca las Puertas de Moria. El núcleo onírico de los viajeros románticos acaso se encuentre en ese relato de Washington Irving, con una niña que se pierde con su palmatoria en una cueva del Sacromonte. Rivalidad de leyendas, pues cuántas son las semejanzas con la infanta fantasma que ronda el palacio de Orive.

Y a todo ello se suma en este rescate el vector de la cofradía juvenil, como el inquietante escondrijo de los niños salvajes que fabula Andrés Barba en su República Luminosa; o el aplastante destello de esa otra cueva que es una isla, allí donde imponen su oligarquía de violencia los chicos de William Golding en El Señor de las Moscas.

Tailandia, que únicamente tenía su lugar en el mundo por algún incendio de año nuevo, o por el desgarro del tsunami en las paradisíacas playas de Phuket, ofrece urbi et orbi un santuario para la autoestima del ser humano, esa que se costea más cara que el campanu asturiano. Los protagonistas, unos goonies que elevan sus preces a Buda y que, sin quererlo, han emprendido el viaje iniciático de su vida. Desgraciadamente, hasta ha habido un sacrificio en el corazón de las tinieblas; la metáfora de la luz y las cavernas, tan antigua como Platón.

* Abogado