La Constitución fue un pacto entre la realidad y nosotros, o nuestro pacto con la realidad. Una manera de gestionar el peso del pasado y del presente, con su piel de futuro. Estos días no se ha hablado demasiado de la Constitución porque el riesgo es que se desmantele y no estamos para mucha evocación. Quienes pretenden el desmantelamiento de la Constitución y, con ella, de lo que se ha dado en llamar torticeramente Régimen del 78, estos días se frotan las manos sudorosas de inquietud revolucionaria. Aceptar esta nomenclatura --Régimen, aunque sea del 78-- es asumir un disparatado paralelismo entre la dictadura franquista y la democracia sobre la que vivimos, con sus fragilidades y sus vértigos, con sus pozos ocultos y su sonido armónico en el aire. Desde el siglo diecinueve no hemos podido disfrutar de un período de paz duradera y prolífica en el que desarrollarnos como individuos y como sociedad. En ese sentido, estos 40 años de continuada monarquía parlamentaria han sido un éxito histórico, un laurel invisible en la frente del pueblo. Se asumen las grietas, se deben corregir, especialmente, para que no se caigan las paredes al menor corrimiento de tierras: pero la reparación en nada apunta a la demolición de todo el edificio. Tampoco se pudo hacer con el franquismo: se trataba de convivir con una parte de nuestra realidad que había que incorporar a la vida práctica. Era imposible hacer un examen ideológico a todo un país, que antes había llorado por la muerte del dictador con el mismo fervor con que después votó masivamente a Felipe González. Es la realidad, con sus contradicciones: y que la misma gente se apuntara a dos gestos o acciones tan distintas, en nada las equipara, en nada les da carta de conjunta naturaleza. La Transición se hizo porque había que hacerla, o en caso contrario se habría tenido que prescindir de más de la mitad del país que había estado con y entre la dictadura.

Se empieza con las palabras y se termina con la realidad. Lo que se inauguró en 1978 fue un período nuevo, con lastre de pasado -instituciones, representación y vida-, sí, pero con la mirada puesta en otra marcha. Habla pueblo habla, tuyo es el mañana: había llegado el momento de escucharse, no de arrojarse cada verdad propia a la cara del que estaba enfrente. Por eso cuando se habla de Régimen del 78, se manipula, se adultera la verdad: esto no es un régimen, ni una dictadura, ni una falsa democracia, ni nada que se le parezca, sino nuestra imperfecta forma de vivir pacíficamente con nuestras diferencias. Y lo hemos conseguido todos estos años a pesar de los azotes de los casos de corrupción, de las salvajes crisis económicas y, sobre todo, de las masacres del terrorismo de ETA. Una sociedad que aguanta lo que hemos aguantado, todos esos pantanos de sangre en las plazas y calles, nombres que ahora se olvidan pero que fueron rostro y voz de un dolor infinito --Miguel Ángel Blanco, Gregorio Ordóñez, Ernst Lluch, Francisco Tomás y Valiente...-- es una sociedad que merece ser perdonada de sus vaivenes, sus pecados y sus debilidades. España es una palabra más fuerte que régimen, y la España del 78 un legado de luz por el que podemos y debemos sentirnos orgullosos. El resto es ganas de reventar la vida, el resto es ganas de tirar por la borda lo que el mar agitado nunca nos devolverá.

Mi amigo Luis Artigue escribió hace una semana un hermoso artículo sobre la Constitución de gratitud y aprecio. Lo más suave que le dijeron en los comentarios fue que «no sabía que eras tan facha, pero te sigo queriendo». Más allá de la posible humorada acecha la certeza de que defender la Constitución, el proceso constituyente, la Transición o todo lo logrado en estos años, hoy te convierte en facha. No se sabe qué juez de la izquierda superlativa, pura y sideral ha consignado semejante mantra, pero empieza a extenderse. Eso sí: cuando preguntas, nadie sabe explicarte las razones. Que si la monarquía, que si la república, que si fue continuista. Es decir: vaguedades. Es el tiempo en que vivimos: alguien te acusa de algo, te llama facha o moderado, como si fuera un insulto, y automáticamente su afirmación se convierte en verdad. Mi amigo Luis es un tío de izquierdas de toda la vida que tiene el gran defecto de valorar la convivencia, el entendimiento y el principio de legalidad. ¡Ah! Y la unidad de España. Así que claro: es facha. Pero no olvidemos que ahora Otegi es un gran demócrata y un hombre de paz. Afortunadamente para nosotros, la Constitución sí ocurrió.

* Escritor