El proceso del 9 de noviembre del 2014, el remedo de referéndum que puso en marcha la Generalitat para sortear la prohibición del Tribunal Constitucional, ya tiene su primera sentencia. El Tribunal Superior de Justicia catalán ha condenado al entonces presidente, Artur Mas, a dos años de inhabilitación por desobediencia por impulsar la consulta. A las exconsejeras Joana Ortega e Irene Rigau les impone un año y nueve meses de suspensión. Todo lejos de los 10 años que pedía el fiscal, y sin condena por prevaricación. Este proceso manchado por la política (desde la intervención de la Fiscalía General del Estado hasta la elevación de Mas al altar del martirio independentista) acaba, judicialmente, con sentencias benévolas. Políticamente, deja algunas conclusiones. La primera, constatar una vez más que la doble espiral de la política catalana (la judicialización por un lado y la unilateralidad fuera de la ley por el otro) solo sirve para retroalimentarse mutualmente. La segunda es que Mas, figura clave del nacionalismo y del independentismo catalán, es hoy un líder débil por la suma de la inhabilitación y el escándalo de la corrupción de la antigua CDC. Y la tercera es un mensaje a navegantes: si la consulta del 9-N que, como se supo después, estuvo más o menos pactada con el Gobierno, ha acabado en condenas, ¿qué sucedería con el referéndum unilateral al que se ha comprometido Carles Puigdemont si no logra uno pactado?