Los árboles son memoria, pero también aliento. Si uno se atreve a escucharlos, tienen mil historias que contarnos. Cuando de niños nos subíamos a sus ramas, era como si desde allí fuera posible emular a los piratas que buscaban tesoros. Contemplarlos de adultos supone una lección de humildad por lo pequeños y fugaces que nos vemos bajo sus ramas. Llorar cuando arden en el bosque es un poético pero inútil ejercicio de arrepentimiento. En las ciudades, en las que inevitablemente su presencia siempre está en lucha contra el asfalto, se elevan como rebeldes organismos que nos recuerdan, o al menos eso intentan, que somos Naturaleza. Que por más avanzados y sofisticados que nos creamos, los seres humanos dependemos del verde para seguir respirando. Porque, ante todo, y, sobre todo, somos tierra, a la que volveremos, y miramos siempre hacia un cielo que cada vez es menos azul por obra y gracia de nuestros impulsos depredadores. Los árboles están ahí para decirnos que solo somos una pieza pequeñita de una larga cadena intergeneracional.

Una ciudad sin árboles, como cada vez lo es más Córdoba, es un espacio condenado al infierno, en el cada vez resulta más difícil abrir ventanas, sentir que caben aires distintos, multiplicar las estaciones para que en cualquiera de ellas quepa la vida. Una ciudad de granito es un espacio en el que no pueden jugar los niños y las niñas, en el que no es posible mirar al futuro, en el que todo parece hecho para que el ser humano se haga de piedra, es decir, reaccionario y dogmático. Una ciudad gris y precaria, en la que ni siquiera los jóvenes que nos invaden para celebrar sus despedidas de soltero encuentran una sombra en la que cobijarse, es el pasaporte perfecto para quienes desean escapar. Una ciudad en la que sus plazas no transpiran, y en las que por tanto no es posible vivir una fiesta de los sentidos, por más que en Fitur nuestros políticos vendan el eslogan contrario, es una puerta abierta a la desesperación.

No hacía falta que un informe nos dijera que la cobertura arbórea de Córdoba se sitúa en el 11,2%, cuando debería superar el 20%, y que ello provoca problemas de contaminación, el recalentamiento del asfalto o que las temperaturas sean elevadas por las noches. Quienes vivimos en esta ciudad que cada vez es más desértica en todos los sentidos, sufrimos cada día y cada noche los efectos cotidianos de la ausencia de políticas públicas comprometidas en serio con las urgencias climáticas y de una ética cívica que incluya entre sus prioridades el cuidado de lo que nos da la vida. En este sentido, también lo local necesita de una revolución ecofeminista que incorpore la ética del cuidado como tronco del que debería brotar las ramas del resto de políticas. Una ética que abraza la vida y que pone en el centro todo lo que nos vincula con el resto de los seres vivos y con una Naturaleza que no externa a nosotros, sino que, como una enredadera, nos hace formar parte de planeta. Todo lo contrario, es evidente, a la falta de ética de un mercado que nos esclaviza en nombre de los deseos y que alimenta el individualismo egoísta que todos y todas llevamos dentro.

Volver en septiembre a esta ciudad sin árboles se me ha hecho más cuesta arriba que nunca. La ciudad que, cada vez con menos árboles y con más nazarenos por las calles, se empeña en hundirse en un pozo muy hondo en el que solo huele a caca de perro y a incienso bendecido. En la que el verde, que te quiero verde, parece reservarse para el parque temático que le ofrecemos a los turistas en folletos. En la que cada vez resulta más difícil pasear por unas calles y unas plazas en las que intentan convencernos de que los maceteros de diseño pueden suplir a los jardines que crecían como niños.

* Catedrático de Derecho Constitucional y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional. Universidad de Córdoba