Se alza el telón del nuevo curso, se abren de par en par las puertas de la educación, de la formación integral. El hombre es un admirable manojo de posibilidades que cada uno tiene que descubrir y desarrollar. Educar es ayudar en esta tarea, con verdad, con amor, con responsabilidad. La educación de hoy es la vida de mañana. La educación supone siempre que el educador tiene presente un buen modelo de humanidad y de vida para sus educandos. La verdad es que estamos comenzando a sufrir las consecuencias de una mala selección de nuestros modelos educativos. La euforia de la secularidad y la exaltación del laicismo nos han llevado a menospreciar la dimensión moral de la vida personal en los programas de educación. Presentamos como ideal humano la plena libertad, el derecho innato al absoluto bienestar. Y el resultado es que no logramos esos objetivos esenciales para el mejor desarrollo de la persona. Quizás porque se ha politizado e ideologizado en exceso cuanto se refiere a la enseñanza, al sistema educativo. Pensar en la escuela, apoderarse de ella, sin pensar en los chicos, en el bien de las personas, o poniéndola al servicio de unos deteminados intereses partidistas parece que va siendo moneda corriente, que tanto daña y perjudica. Gabriel Celaya, en un espléndido poema, nos hablaba así de la educación: «Educar es lo mismo / que poner un motor a una barca... / Hay que medir, pensar, equilibrar... / y poner todo en marcha. / Pero para eso, / uno tiene que llevar en el alma / un poco de marino, / un poco de pirata, / un poco de poeta... / Y un kilo y medio de paciencia concentrada». El Papa Francisco dice que «educar es enseñar a vivir bien», es decir, «enseñar a cómo realizar una existencia que tenga un sentido profundo, que dé entusiasmo, alegría y esperanza, esto es, un nuevo estilo de vivir en el que se viva el amor y del amor, la confianza, la gratuidad y la alegría». A veces las fórmulas son muy sencillas. Una madre de familia llevaba en su bloc de notas «cinco reglas para conseguir unos hijos felices». «Primera, quiéreles mucho, segunda, dedícales tiempo; tercera, no los críes entre algodones; cuarta, corrige pero no humilles; quinta, transmíteles valores». Como vemos, no pueden ser más prácticas y más eficaces. A veces, nos perdemos en grandes discursos y extensas elucubraciones cuando todo consiste en amar y hacer que ese amor cristalice en obras, cada día, cada instante. Los padres los educadores, también los católicos, los dirigentes politicos, tendrían que repensar seriamente sus planteamientos educativos. Todos tenemos que tener la humildad y la valentía de hacer un parón y repensar muchas cosas. Entre otras, el ideal de humanidad que manejamos y proponemos a nuestros niños y jóvenes. Sin una recta conciencia moral, sin sensibilidad religiosa, no hay educación humana posible. La quiebra moral y humana que padece nuestra sociedad es grave: más que algunos males concretos, el peor de todos ellos es no saber ya que es moralmente bueno y qué es moralmente malo. Se confunde a cada paso una cosa con otra porque se ha perdido el sentido de la bondad o maldad moral. Todo es indiferente y vale lo mismo. Todo es relativo y casi todo vale. Todo está permitido. Todo es lo que cada uno decide por sí y ante sí como válido. Así, con este panorama, la educación integral es urgente.

* Sacerdote y periodista