Pasan las 12 del mediodía de un domingo en una céntrica estación del metro de Barcelona cercana a uno de los enclaves turísticos de mayor reclamo para viajeros y visitantes. Las veo colarse con total impunidad por los molinetes de acceso, obviamente sin usar billetes. Las conozco de sobra, pero ellas no me ven. Fotografío cómo acceden las cuatro, una detrás de otra, y las dejo una distancia prudencial para ver cómo ejecutan con maestría su habitual coreografía de acoso y asalto. Aunque avise a seguridad privada o pública, sé que, lamentablemente, tampoco pasará nada, lo máximo que me dirán es que las tienen controladas por cámara. Sí, les digo yo, pero en los andenes. ¿Y qué pasa cuando se suben a uno de los cada vez más atestados vagones del metro, donde casi ni se puede uno mover y mucho menos ser capaz de ver apenas lo que se está gestando en el interior? Y ahí, lo cierto es que no saben darme respuesta, pero que es mejor que me vaya y les deje a ellos seguir con su vigilancia.

Un ciudadano de a pie, sin embargo, que viaje sin billete puede encontrarse los controles de tickets que a veces se intercalan en los pasillos de transbordo y, tras ser interceptado, tener que abonar una multa por este hecho. Ellas no. Tengo la certeza, porque cuando me las encuentro y las sigo, y lo comunico, aún con las fotos colándose, las dejan irse. Derecho a la libre circulación, vaya. Y no me lo invento, no, que lo he vivido. Y no puedo menos, entonces, que dedicarme a fastidiarles la jugada. Tampoco puedo hacer otra cosa.

La seguridad para tener éxito tiene que ser preventiva, no reactiva. Una vez que un incidente se inicia su resultado es difícilmente predecible. No somos máquinas que reaccionamos en serie: mismo acontecimiento, mismo comportamiento. Somos seres humanos emocionales en concomitancia con estrés y estados anímicos varios. Las respuestas son, por tanto, imprevisibles. ¿Y si alguien se percata de que le están intentando sustraer la cartera en ese momento crucial que es subir o bajar al vagón y su reacción natural es empujarla para separarse y zafarse de la delincuente, que incluso puede estar en avanzado estado de gestación ya que con frecuencia incorporan embarazadas en muchos de los grupos para despistar y generar empatía, y de paso hacer de comparsa para guardar lo afanado, y tiene la pésima suerte de que cae de mala postura y le sucede algo? ¿Hay que asumir la responsabilidad de la autodefensa u optar por callar y proceder a denunciar para que nuestro dato engrose las cifras estadísticas de delincuentes con récord de reincidencias que pululan por doquier?

El caso es que, sí uno se mueve habitualmente en transporte público por la ciudad, acaba estableciendo su propio mapa delincuencial, no solamente en cuanto a modalidades delictivas -en mi portal, cercano a uno de esos enclaves turísticos mencionados, es frecuente encontrarse la puerta forzada para que no cierre, y los frascos y trapos con los que ejecutan el timo de la mancha-, sino por reconocimiento de los ejecutantes: ya una les conoce por su cara y prácticamente hasta por su nombre, de tanto verles una y otra vez en la misma acción, como formando parte del paisaje monumental y de la idiosincrasia de una ciudad que acoge a tantos confiados y variados tipos de turistas: en la zona de compras, restaurantes de cadenas asequibles, estaciones de tren y autobús, playas y terrazas, zonas de copas...Conoces sus rutas, horarios, modus operandi, cuáles son los menos beligerantes y aquellos que es mejor controlar desde lejos. Campan a sus anchas moviéndose como pez en el agua, tranquilos y relajados porque saben perfectamente hasta dónde pueden llegar y las nimias consecuencias que conllevan sus acciones, mucho menos perjudiciales que los beneficios obtenidos de sus artes robatorias. En alguna conversación con ellos me han llegado a reconocer que no entienden cómo, por el sueldo que se cobra en seguridad, se toma uno las fatigas que se toma, que ellos por ese salario no se molestarían «y encima te toca pagar a Hacienda», comentan entre risas.

Así que llega el verano, el calor y Hacienda, e inevitablemente me vienen a la cabeza mientras me los sigo encontrando por los pasillos de los intercambiadores, alguna vez mapa en mano, como cualquiera de los turistas a los que acosan, y que utilizarán de muleta para cubrir sus ágiles manos; otras con una ramita de romero y la oferta de la buenaventura que te deja ensimismado y sin gestión del tiempo, más que nada porque se te hacen con el reloj sin enterarte sea cual sea la clase de cierre. Ahí están, formando parte de nuestro paisaje cotidiano y eclosionando, a su vez, cuando llega la temporada alta.

* Periodista y experta en seguridad