Los prolegómenos de la cumbre europea de hoy inducen al pesimismo en el crucial asunto de la negociación del brexit. A pesar de que las partes entienden la cita decisiva para evitar un divorcio caótico y perjudicial para todos los implicados, la reiteración de Theresa May en preferir una salida sin acuerdo a un mal acuerdo, tal como repitió el martes, reduce a su más mínima expresión los márgenes de maniobra. La discusión sobre la naturaleza futura de la frontera de las dos Irlandas, ahora invisible, asoma como un obstáculo insalvable porque la primera ministra debe dar satisfacción a cuantos en su partido no aceptan un periodo transitorio durante el que el Reino Unido se mantenga en la unión aduanera mientras se da con una solución. El ala más eurófoba del Partido Conservador y los unionistas norirlandeses, aliados necesarios de los tories en la Cámara de los Comunes, ven tal posibilidad como una claudicación. A pesar de todo, la jefa del ejecutivo británico consiguió el apoyo de su gabinete, en el que se estima que al menos ocho ministros son euroescépticos, para afrontar las conversaciones de hoy y mañana. Una tregua que no puede durar mucho, pues May ha anunciado a los suyos unos compromisos casi imposibles de cumplir: no prolongar la unión aduanera con la UE y al mismo tiempo garantizar que no exista aduana entre las dos Irlandas. La carcajada con la que la Cámara de los comunes recibió el lunes su discurso es muestra de sus dificultades.

El ruego transmitido a Theresa May por Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, para que sea creativa si quiere desbloquear la negociación queda lejos de las posibilidades de la premier, prisionera de sus propias contradicciones, acosada por la amenaza permanente de rebelión en el seno de su partido y sin aliados claros en la City. Lo que es tanto como decir que el brexit parece condenado a levantar una barrera económica entre las dos Irlandas, una posibilidad que alarma a los republicanos norirlandeses, inquieta a la República de Irlanda y presentan como algo inevitable los promotores de la salida sin concesiones. Tan convencidos están estos últimos de que no cabe alternativa al brexit duro que varios ministros amenazan sin disimulo con dejar el Gobierno si May da marcha atrás y se pliega, siquiera sea en parte, a los requerimientos del equipo negociador de Bruselas.

Camino del disparate, a la UE no le queda mucho más que limitar los daños y evitar que el desenlace del brexit se convierta en el espejo en el que se miren los socios díscolos, los euroescépticos y los populismos de extrema derecha. En cambio, no puede aceptar que todo se resuelva con un parche, porque en tal caso arriesgará sumar a los perjuicios previsibles del brexit los derivados del debilitamiento de su unidad de acción política, de por sí muy erosionada por los costes sociales de la salida de la crisis y por los nacionalismos de última generación.