Tanto me adapté a una situación insólita, que ahora empiezo a echarla de menos. ¡Ay!, esos días en que solo tenía como horizonte hacer un bizcocho y tomar los rayos de sol vitamínico de un abril sin cornetas ni tambores, sin el magma humano de esas calles impregnadas de cera e incienso! Aún no ha empezado esta última prórroga y ya echo de menos mi casa. Esa en la que me encerré obligada a reencontrarla y que ahora la añoro sin haberme ido del todo.

Dicen que sufro el síndrome de la cabaña, la cabin fever, la que sufrían los colonos americanos después de pasar largas temporadas de invierno dentro de sus cabañas por las adversas condiciones climáticas. Después de los síntomas depresivos, venía la angustia, luego se adaptaban y al llegar la primavera estaban tan «agustito» que no querían salir.

Nuestra casa ha sido sinónimo de cobijo y seguridad en la guerra que se ha librado fuera contra el enemigo; nos han repetido tanto eso de «quédate en casa», que hemos pasado de sentir la «casa prisión» a tener «casa refugio» y ahora ¿van y me quieren echar fuera a toda costa?

No soy hipocondríaca, no estoy en excesiva edad de riesgo, ni me considero antisocial, pero no me apetece lo que hay fuera.

No me gustan los bares con más gente de la permitida, que me pidan «mi» periódico y que me estornuden al lado; empezar a encontrarme con unos a los que nadie le toma la temperatura, ni sabes de dónde vienen y con otros a los que, apeteciéndome, no voy a poder acercarme, sintiéndome incómoda si ellos lo intentan. No me gusta la mascarilla, esa que no todos llevan y que a mí me asfixia, me hace sudar y me deja ciega sin gafas.

Finalmente, confieso que tengo miedo, pero no al contagio. El miedo es a la confrontación política permanente que ya ha causado los portazos de los whatsap, cuando en el banco, en el bar, o en la peluquería, me vea obligada a tener un diálogo de besugos -ese en el que cada uno dice lo que quiere y nadie escucha ni respeta al otro- sobre lo «único»: el «sinvergüenza» del presidente, el 8M, la pérdida de libertades, el «coletas», Podemos-Venezuela, Vox-España y, ahora, Marlaska. Los seres humanos solo escuchamos lo que queremos oír y los prejuicios que tenemos son tan fuertes que ni todo el sentido común es capaz de derribarlos.

Quiero seguir en mi burbuja, esta excepcional nueva normalidad es más llevadera en mi cabaña, sin molestos desconocidos, sin conocidos invasores, sin estériles disputas políticas, donde la mascarilla no existe y el aire que respiro es solo mío. En fin, quiero seguir en «la república independiente de mi casa».

* Abogada