María José Carrasco, después de treinta años sufriendo en silencio una esclerosis múltiple, le pidió a su marido que le ayudara a poner fin voluntariamente a su vida. Y así lo hizo él en un poderoso gesto de amor. Este suicidio asistido, contrario a las leyes actuales en España, ha avivado el debate moral en torno a la eutanasia activa y el suicidio asistido.

En plena campaña electoral, la eutanasia se ha colado con fuerza en el debate político. Miles de enfermos incurables quieren ver de nuevo una luz de esperanza en su afán por poner un fin digno al calvario de malvivir encerrados en la más reducida e inhumana de las cárceles: el zulo de su propio cuerpo. Parece que la mayoría de los españoles muestran ahora una actitud comprensiva hacia esos muchos enfermos incurables que, perdidas ya todas las esperanzas, desean poder elegir libremente el momento de su muerte. Algunos creen que la ley no vendrá sino a reconocer, como ocurrió con el aborto, una realidad que ya se vive en hogares y hospitales, aunque sin las mínimas garantías ni controles.

Una ley de eutanasia activa y suicidio asistido debería permitir que cualquier enfermo incurable pueda elegir el momento de su muerte a través de un proceso que esté controlado por el médico del paciente. Cualquier ciudadano debería tener derecho a un testamento vital en el que dar constancia de ese deseo en manifestado con plena conciencia y reiteradamente. Esto es algo que ya ocurre en algunos países. En concreto, la eutanasia activa está permitida en Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Colombia y Canadá. El suicidio asistido es legal en Suiza, Alemania, Japón, Canadá y varios estados norteamericanos.

Algunas comunidades autónomas han legislado sobre la llamada eutanasia pasi-va, o derecho a que lo desconecten a uno de una máquina que esté prolongando artificialmente nuestra vida. Asociaciones como la DMD pretenden ir más lejos, en realidad a la raíz del conflicto: el derecho de un individuo a disponer voluntariamente de su cuerpo y su vida hasta el extremo de decidir el momento y las circunstancias en las que ponerle fin a ésta.

A nadie se le escapa que, detrás de la creencia en la libertad absoluta del individuo a decidir sobre su propia vida, hay una concepción particular de lo que es la vida y de para lo que sirve. No es casualidad que, en España, un país con una cultura profundamente penetrada por la religión y la moral católica, la eutanasia se presente con una imagen brutal e inmoral.

Estoy seguro de que casi todos podemos contar alguna experiencia con enfermos terminales. Pero, por buscar un lugar común, quiero recordar a Ramón Sampedro, aquel tetrapléjico gallego que logró su objetivo hace algunos años. Sus últimas palabras, dirigidas a los jueces en un testamento vital in extremis, decían: «Como pueden ver, a mi lado tengo un vaso de agua conteniendo una dosis de cianuro de potasio. Cuando lo beba habré renunciado --voluntariamente-- a la propiedad más legítima y privada que poseo; es decir, mi cuerpo. También me habré liberado de una humillante esclavitud --la tetraplejia--. A este acto de libertad --con ayuda-- le llaman ustedes cooperación en un suicidio --o suicidio asistido--. Sin embargo, yo lo considero ayuda necesaria --y humana-- para ser dueño y soberano de lo único que el ser humano puede llamar realmente Mío, es decir, el cuerpo y lo que con él es --o está-- la vida y su conciencia».

Es vergonzoso esperar a vivirlo en propia carne para comprenderlo. Como ad-vierte el Consejo de Europa: «Se muere mal cuando la muerte no es aceptada, cuando los que cuidan no están formados en el manejo de las reacciones emocionales que emergen de la comunicación con los pacientes; se muere mal cuando la muerte se deja a lo irracional, al miedo, a la soledad, en una sociedad, donde no se sabe morir».

* Profesor de la UCO