Hablar de la brecha salarial que sufrimos las mujeres sin mencionar estadísticas ni porcentajes es uno de esos retos que cualquier persona realista asumiría sin mucha convicción. Empiezo este artículo sin la certeza de poder superar ese reto, pero con el propósito de no fundamentar en las cifras una situación que no solo habla de números sino, y sobre todo, de justicia.

Una palabra, justicia, sujeta a evolución. Para nuestras abuelas, en plena posguerra, un momento de justicia era aquel en el que podían alimentarse y alimentar a su familia. O mejor invertir el orden, alimentar a su familia y después, si quedaba, alimentarse ellas.

Pues bien, en medio de la desolación más absoluta, las mujeres supieron salir adelante, peleando un lugar en el mundo que las sacara de un analfabetismo que se cebaba con nuestra tierra. Sí, con ellos también, pero sobre todo con ellas.

Pelearon con uñas y dientes, con la sabiduría de conocer el camino, con la valentía de no tener miedo al esfuerzo.

Y justo esa filosofía del esfuerzo es la que heredaron nuestras madres, y nosotras de ellas. Somos mujeres sin miedo a trabajar por lo que queremos. Somos mujeres que no quieren regalos sino satisfacciones; las de conseguir las cosas por nosotras mismas.

Un esfuerzo que hemos puesto en práctica desde muy jóvenes, obedientes a un despertador que nos sacaba de la cama, con frío y con calor, para ir al colegio, para continuar en el instituto y para seguir un poco más, cada cual hasta donde podía y la dejaban las circunstancias. En definitiva, para formarnos. Para estar preparadas, igual que nuestros compañeros. Y para llegar a un mercado laboral donde todas y todos tuviésemos las mismas condiciones.

Por tradición, las mujeres somos las que principalmente nos vemos obligadas a compaginar las responsabilidades profesionales con las familiares. Un aspecto que nos lleva a reducir el número de horas de trabajo diarias, cuando nuestros hijos son pequeños, o a pedir una excedencia, especialmente si la empresa donde estamos no nos permite realizar jornada intensiva. Esa situación afecta negativamente a nuestra carrera profesional, al dificultar ascensos y la consecución de mejoras retributivas, pues numerosos empresarios y directivos piensan que nuestro compromiso con la compañía es inferior al de casi cualquier hombre.

Pasan los años, y hoy nos encontramos con un día en el calendario que nos mira con energía y decisión, 22 de febrero, y nos recuerda todo lo que nos hemos esforzado, todo lo que habíamos planeado para nuestro futuro y todo lo que nos queda por conseguir.

Hemos conseguido sacar a la luz este desequilibrio, injusto e injustificado. Pero por si acaso necesitara de alguna justificación numérica, permitidme una única cifra: el 56% de las personas matriculadas en 2017 en la Universidad de Córdoba eran mujeres, y no es un hecho aislado.

Porcentajes como éste dejan muy en evidencia que las mujeres tenemos formación, igual o superior a nuestros compañeros y merecemos un trato y un salario en igualdad.

Y como sabemos que los años pasan rápido, que la vida fluye, y no queremos que el 22 de febrero sea un día que tengamos que seguir anotando en la agenda, vamos a plantear soluciones. Para empezar ya tenemos una ley de igualdad, quizá pronto tengamos una ley de igualdad salarial. Porque lo que es justo merece todo el esfuerzo. Y las mujeres ya hemos demostrado que sabemos esforzarnos.

* Alcaldesa de Córdoba