Si la moral personal y la ética colectiva se ponen a prueba en una situación de epidemia como la actual, también la bioética de salud pública se enfrenta a un paradigma en que se han de adoptar decisiones que afectan a la salud colectiva y que tensan los principios de la bioética, y en salud pública en especial el principio de oportunidad (algunos autores lo llaman pertinencia), que hace referencia a indicadores cuantificables como magnitud, gravedad, efectividad, vulnerabilidad o trascendencia social.

Los problemas bioéticos que se plantean en la atención sanitaria no son sólo a quiénes se les da preferencia para ingresar en la UCI sino qué se hace con las personas dependientes, una cuestión que por desgracia no sólo no se está solucionando sino que su abordaje está siendo demorado. Parece además obvio que de los cuatro principios bioéticos clásicos --autonomía, equidad, beneficencia, no maleficencia--, es el primero de ellos el que más sufre en una situación como la actual en la que priman los intereses colectivos, poblacionales y las decisiones individuales quedan relegadas a las colectivas. Se da la paradoja de la disposición de la salud pública en manos de la responsabilidad de los propios individuos («yo me quedo en casa») pero bajo la férula del Estado. Sufre en la actual coyuntura la deliberación democrática y la ética dialógica. Pero ello no excluye el necesario consenso factual.

Respecto a la equidad, quizá sea el principio menos afectado, pues tanto el confinamiento como los recursos --al menos en teoría-- deben distribuirse condicionados por las circunstancias; pero hay una adenda a esta cuestión: en aquellos lugares donde la sanidad privada está más presente también la sanidad pública sufre más, e incluso en una derivada no prevista, los propios usuarios de la sanidad privada ven recortadas sus opciones. Toda política sanitaria anterior condiciona así una situación epidémica. Aunque los recursos están disponibles en teoría para todos, aunque la igualdad no sea posible. No es lo mismo un confinamiento en un palacio que en un piso de 30. Y el mundo ya no sólo se divide entre ricos y pobres sino entre los que pueden teletrabajar y los que no y por la anecdótica circunstancia de tener perro o no.

Respecto al principio de beneficencia, al implantar medidas que afectan a toda la población, se pretende que de ella se beneficie ésta en su conjunto. Más problemático es el criterio de «no maleficencia». La derivación de recursos a la atención a la epidemia va a perjudicar la salud de muchas personas que van a ver retrasada su intervención quirúrgica, su vacunación o su atención sanitaria habitual e incluso si es dependiente la atención necesaria. Ello debe ser compensado con posterioridad a la epidemia con incentivos para la promoción de salud, el fortalecimiento de la salud pública, de los recursos destinados a la sanidad pública, la implantación de planes de contingencia aunque la epidemia haya pasado, la coordinación de políticas y recursos suficientes.

Si la ética proclama que tanto el fin como los medios deben ser éticos, las drásticas medidas para atajar una epidemia deben ser proporcionadas, eficientes y buscar alternativas, teniendo en cuenta el rol del gobierno en la coartación de las conducta o concretar el nivel de riesgo socialmente aceptable, en este panóptico coyuntural en que se ha convertido nuestro mundo de imposición de conducta. La Bioética de salud pública y el importante concepto de oportunidad aporta una visión teleológica justificativa de esta situación. Así la priorización queda de tal manera justificada que la sensibilización de la opinión pública juegue a favor, acompañada de una transparencia en la gestión indubitada.

Y hay otras derivadas que afectan a la salud que se van a reflejar en los indicadores de salud que analicen posteriormente la situación que vivimos: nos referimos a la mortalidad que aumentará en el grupo de las enfermedades infecciosas, también de las respiratorias, pero disminuirá en los accidentes de tráfico, en los laborales o las relacionadas con la contaminación. Y es posible que aumenten los problemas de salud relacionados con la violencia de género.

Todo este coste y beneficio de oportunidad quedará alterado en los indiciadores sanitarios por los efectos económicos como la pobreza aumentada, los desequilibrios territoriales o las desigualdades sociales, ya que quien tiene más recursos --incluidos los sanitarios-- tendrá más posibilidades de recuperación. Los indicadores de salud como la esperanza de vida o los años potenciales de vida perdidos se verán poco afectados dada la edad media de los fallecidos (alrededor de 80 años) aunque sí otros como la mortalidad evitable por causas de muerte.

De alguna forma hemos vuelto a principios del siglo pasado cuando el epidemiólogo egipcio Abdel Omram empezó a usar el concepto de «transición epidemiológica» desde la era del peste a las de las enfermedades crónicas, que creíamos ya superado y establecidos en ella. Habrá que repensar este concepto a la luz de la Bioética de salud pública y de la nueva Epidemiología. Porque como escribe Sheldon Watts en su libro Epidemias y poder, tras haber superado la viruela, «en el mundo vírico, los nichos vacíos pronto se vuelven a llenar».

Y estamos en esta situación inédita en nuestra historia reciente que podríamos definir con estos versos de Adam Zagajewski: «Una ternura inmensa, como sin fuésemos huérfanos/ de la misma casa, para siempre apartados los unos de los otros,/…en las frías cárceles de la actualidad».

* Médico epidemiólogo y poeta.