Este año tengo ganas de que prendan pronto el alumbrado navideño, ese que cada otoño nos despierta el espíritu de la Navidad, para ver si así se difuminan las banderas que a modo de armas arrojadizas cuelgan en mi barrio, y en otros barrios también de mi ciudad y, me consta, en otras muchas ciudades de nuestro país que de repente se han vuelto la mar de patriotas. Exhibir la rojigualda en la ventana, a las puertas de los juzgados y hasta en las despedidas de solteros se ha convertido en una una moda tan recurrente como básica. Cuando acudo a mi casa y veo en el edificio los balcones de mis vecinos con sus banderitas me pregunto para mis adentros: ¿se enterarán en Cataluña de este fervor patriota de las gentes de mi barrio? ¿Se atreverían a enseñarla allí, en Cataluña, como antes tampoco lo hicieron en Euskadi? ¿Por qué no se colgaron esas banderas, hoy flamígeras guerreras, con motivo de fiestas y verbenas, si no que es ahora cuando se enseñorean cargadas de ofensas y reproches contra los otros españoles? Nunca me han gustado las banderas, ni lo que proclaman ni lo que simbolizan ni lo que pretenden, y en estos días aún menos. Parece que el hecho de poner una bandera en el balcón o en la muñequera te de la razón. Y no es eso. La razón no la tiene el que ondea más banderas, grita más alto o manipula más. A mí no me representa ninguna bandera por lo que hay detrás de cada una, porque demasiadas veces esconden irresponsabilidad, errores históricos, revanchismo, mentiras, exclusión, falta de diálogo, imposición, corrupción, mangoneo, dudosos comportamientos, y mucho tachán, tachán, tachán. Tristes días para los verdaderos demócratas en los que nos definen nuestros contrarios. Resulta que no somos quienes somos por lo que hacemos, por lo que creemos o en lo que confiamos; sino por distanciarnos lo más posible de los otros, por mostrar nuestra contrariedad con ellos, nuestra animadversión ante lo que venga de allí donde ahora focalizamos el mal. Tanto se ha enredado todo que Emilio Lledó, andaluz universal de Salteras, académico y profesor durante una década en Cataluña, no acudía a recoger un distinguido premio, concedido por la universidad de Barcelona, porque no quería volver a donde fue un español feliz para llorar de pena por la razón atropellada. Y de ahí a las familias que están temblando en este tiempo de adviento porque unas fiestas entrañables pueden acabar como el rosario de la aurora, porque tal vez cuando acudan unos a casa de los otros la nochebuena, antes de entrar en el hogar de quien convida, se topen en la fachada del edificio con las banderas que odian o les inflaman. Lo dicho, estoy deseando que enciendan los adornos navideños y que las banderas dejen de taparnos los ojos.

* Periodista