Hay muchas maravillas así en la tierra como en el cielo, como la fotosíntesis o el nacimiento de una estrella. Pero nosotros somos más espirituales que todo eso. Por eso digo que, estando tan clara la cosa, el estado humano ajeno a la carnalidad debería ser facilísimo alcanzarlo a través de cualquiera de los millones de neuronas cerebrales. Pero no terminamos de dominar ese instante precioso donde somos pura energía. Todas las religiones se empeñan en demostrarnos que alcanzar el momento mágico es cuestión de esfuerzo mental: los cristianos, mahometanos y judíos lo intentan a través de la oración. Otras religiones como los brahmanes, o el budismo, predican que el estado divino óptimo necesariamente pasa por un sacrificio extra de concentración y meditación para alcanzar la iluminación. O sea, según los grandes maestros, toda espiritualidad sublime pasa por un esfuerzo mental íntimo e individual. Sin embargo, el otro día pensé -ahora que en agosto se piensa tanto para nada- que ese punto de inflexión espacio/temporal entre la vida física y la plenitud espiritual debe alcanzarse a través de un procedimiento espontáneo, cotidiano, natural e inesperado, que para eso somos tan especiales. Y por supuesto sin tener que esforzarnos con ayunos o yogas que nos dejan guarníos. Y entonces di con la tecla al descubrir que el estado endiosado nos pasa lógicamente a menudo, pero sin darnos cuenta y además sin complejidades mentales ni rituales religiosos de por medio. Me voy a llenar de soberbia, pero creo que nadie lo había dicho antes: piense usted que está haciendo cualquier cosa como, por ejemplo, comiendo en la mesa con su familia y de pronto, por cualquier motivo desconocido a usted se le viene a la mente un inesperado pensamiento que le hace fijar sus ojos en un punto y que le evade de la escena familiar sin moverse del sitio; el pensamiento te atrapa completamente. Ahí empieza el estado espiritual que llega a su totalidad cuando usted fija incongruentemente aún más la mirada abriendo más los ojos; y digo incongruentemente porque sus retinas no miran afuera sino para adentro. Y ese es el momento mágico que tanto anhelamos, que nos hace vivir una realidad paralela ajena a grandes cuestiones referentes a cómo, cuándo, dónde, por qué y con quién, mientras los ojos se nos ponen saltones como las yemas de un huevo frito. Porque esas retinas entornadas dejan de ser ojos que miran el aquí y ahora para convertirse en luceros que alumbran pasadizos entre la biosfera y el más allá a modo de agujeros de gusano universales. Lástima que la mayoría de las veces el que está con usted lo estropee todo devolviéndolo a esta vulgar realidad material con expresiones para nada místicas como: «Killo, ¡vuelve, coño, que te estoy hablando!

* Abogado