Yo creo que ya me había ocurrido antes, hace mucho tiempo, pero mucho menos intenso, y no me acordaba de la desagradable sensación; un punto inquietante, perturbadora, como si una pequeña serpiente se moviese desde el hombro por el interior de mi brazo izquierdo. E inmediatamente un vuelco en el corazón y un chorro de adrenalina haciendo estremecerse todo mi cuerpo. Y finalmente miedo, un miedo lento, con la parsimonia de una mancha de alquitrán resbalando sobre mi frente hasta nublarme la vista.

Guardé silencio en mitad de la reunión, ni Manolo ni Enriqueta se dieron cuenta de todo lo que bullía en mi interior, nada extraño por otra parte, teniendo en cuenta lo reservado que soy y lo mucho que me cuesta hablar en público sobre mis cosas personales. Solo los miré intensamente, igual que un miope mira sin gafas, como perdiendo la mirada más allá, como si atravesara con su mirada todo lo que observa. Miré en su interior. Fue como si pudiese caminar por ellos y subir hasta sus cerebros para hablarles directamente sin mover los labios.

Y al llegar hasta allí sentí paz, una alegría inexplicable; todo se ha acabado, ya no hay más preocupaciones ni sufrimientos. Ellos seguían con lo que nos ocupaba esa tarde: la revisión de un informe para ver si sale publicado antes de la Navidad. Pero ya no tenía yo prisa. Ni por el informe ni por el artículo a medias con Pilar sobre apareamiento cromosómico que me trae de cabeza. Ni por buscar un coche antes de la próxima ITV de mi pobre C4, al que ya le he hecho más de 400.000 kilómetros. Ni mucho menos por encontrarle a mi vida un sentido último que no sea vivir lo que se me vaya ofreciendo cada día.

Ahora que lo recuerdo me hace sonrojarme: llegué a despedirme de ellos. Y me despedí de cada uno de mis amigos y mis familiares más queridos. No sé por qué se me ocurrió hacerlo con un «nos vemos muy pronto». Creo que todos en el fondo tenemos la esperanza de que la vida no termina. Yo, como ya saben algunos, creo firmemente en la idea de que esto no es más que una vida simulada. Y que al terminar el juego nos despertaremos en una vida real de la que no tenemos ni idea. Menos mal que no se me ocurrió llamar y despedirme de cada uno de verdad; si no, ahora mismo me sentiría más que ridículo y sería incapaz de mirar a nadie a la cara.

Lo cierto es que de madrugada volvió a repetirse ese inquietante accidente vascular o lo que sea, y me levanté alarmado. Lo comenté con Javier tomando café y me hizo prometerle que iría directamente a urgencias. Y allá que fui. Me tomaron la tensión y me hicieron un electrocardiograma, pero todo correcto. Lo que tengo es ansiedad por estrés; y mi corazón, e imagino que todo mi cuerpo, me da su opinión al respecto de todas las formas que sabe decírmelo: taquicardia, pulsaciones, sudor frío, estremecimientos, presión en la garganta, dolor de espalda, eccemas en la nariz y en la frente, desmayos leves...

Todos esos síntomas y señales me han hecho hoy pensar y calcular. El corazón es un músculo hercúleo, aparentemente incansable. Pero cada día late cien mil veces y empuja siete mil litros de sangre por mis arterias y venas. Un borbotón de sangre tarda dos segundos en ir desde mi hombro hasta mi mano. Y a lo largo de toda mi vida, este corazón habrá movido más de 450 toneladas de sangre por toda la red de más de 80.000 kilómetros de finísimos capilares sanguíneos que riegan mi cuerpo.

A un ritmo medio de 70 veces por minuto, eso son 4.200 veces por hora, 100.800 veces al día y, tal vez, 3.000 millones de latidos en toda mi vida. A ver si consigo averiguar la mejor manera de gastar esos cuantos latidos que me quedan.

* Profesor de la UCO