Casi no puedo recordar los años que me separan de Luichi, aquella niña de mejillas azuladas, ojos pequeños, que encontré en una escuela de pueblo. No obstante, mi querida niña --hoy serás una mujer-, el tiempo transcurrido, tu recuerdo ha permanecido en mi memoria. Un maestro, ¿sabes?, es como una esponja gigante que, gota a gota, sin perder ni una, se va empapando de los sueños, del amor, de la alegría de sus alumnos, dolores, angustias que desequilibran y azotan a seres tan indefensos como lo eras tú. Por eso, pequeña, compendio de tantos desamores e incomprensiones, te quedaste para siempre, y en lugar privilegiado, en la historia de mi vida. Luichi era de esos niños que desesperan a padres y maestros, porque su comportamiento estaba lejos de ajustarse al modelo convencional que la lógica de los adultos ha dictado e impuesto como ley. No había nada más que ver sus brazos de fideo siempre acardenalados y oír sus desconcertantes e ingenuas explicaciones: «Es que mi madre me da pellizcos, y mi padre me pega porque no aprendo, y es que yo quiero ser peluquera». Por tercera vez aquella pequeña repetía curso, por lo que destacaba en todo entre sus compañeros. Su casi exclusiva actividad consistía en tratar de peinarlos, para lo que en el bolsillo llevaba una peineta y un bote con agua. Las protestas eran continuas y justificadas. Un día le propuse un trato: «Cuando salgan los niños, me peinas a mí, pero a cambio tengo que enseñarte a leer».

Y cada tarde, las manos suaves de aquella niña se deslizaban por mis cabellos, al tiempo que repetía: «Ma, me, mima», etcétera. Cuando acabó el curso leía y escribía sin problemas. Mi interinidad no me permitía posibilidad de volver. Al alejarme del Centro Escolar salió al paso de mi coche, arrojándome un ramo de amapolas, al tiempo que con lágrimas me decía: «¡Qué mala pata el que tenga que irse!»