En mis muchos años de convivencia diaria con niños de todas las edades, como maestra, con mis propios hijos, como madre y finalmente como abuela con mis nietos, he podido comprobar una lamentable realidad: son muchos, millares,, los libros escritos sobre educación en valores, pero se descuida al valor por excelencia, objeto al que, en definitiva, se orientan tantas y buenas obras: el niño hijo, el niño alumno: el niño, en definitiva. Por supuesto entiendo esta multi-urgencia de escribir y reivindicar aquellos principios básicos para la educación, convivencia y colaboración en la construcción de un mundo mejor para todos, y máxime, teniendo en cuenta cómo la posmodernidad ha propiciado un desprecio absoluto hacia todo lo que de alguna forma represente el seguir alimentando, conservando bienes pertenecientes al pasado, la historia, el futuro... Esta sociedad de la posmodernidad, inmersa en el carpe diem, en una actitud hedonista de la vida, vive sumida en este aquí y ahora, prescindiendo del pasado como referencia y del futuro como meta. Y ante este panorama, protagonizado por todos, las alertas se activan para quienes consideramos que en educación, si bien cambiante como todo, hay cuestiones perdurables, insustituibles, básicas: la atención afectiva y psicopedagógica a los niños que tan descuidados andan en estos aspectos, dadas las prisas, las obligaciones, el trabajo de los padres... Y los seres humanos precisan, para alcanzar un desarrollo pleno, armónico y total de sus capacidades, una dedicación completa en años tan trascendentes como son los de la infancia. Amor es, dice el autor Jackson Brown, cuando la felicidad de tus hijos es más importante que la tuya propia. Y es que en el disco blando, que viene a ser el cerebro de nuestros niños, se empieza a grabar nada más nacer y son archivos que van creciendo en amor o supervivencia.