Casablanca ha sido durante las dos últimas semanas de junio una ciudad inundada por el arte contemporáneo. La Primera Bienal Internacional convocada en la capital económica y cultural marroquí ha convocado a más de 250 artistas de todo el mundo y expuesto centenares de obras en diversos recintos tan llamativos como un antiguo matadero o una majestuosa iglesia catedral. Es poco usual una iniciativa de esta naturaleza y envergadura -además organizada y gestionada por la iniciativa privada- y menos aún en un país musulmán dadas las dificultades que los intérpretes de Mahona suelen poner a las manifestaciones artísticas "que no se cantan en las suras". Como también ha resultado llamativo que dentro del gran vocerío que siempre acompaña a este tipo de manifestaciones no haya aparecido la reverencia al rey de Marruecos ni su foto ni sus recaderos.

Tanta obra expuesta es imposible hilvanarla hasta dibujar acaso un boceto de sus contenidos, temáticas o intenciones. Hay de todo: obras magníficas e ínfimas, lo que indica que los comisarios no han estado finos o, acaso, han sido perezosos. La organización también ha renqueado, aunque no más de lo que es costumbre en ese país. ¡Pero ha llegado a dejar arrumbadas obras a causa del olvido o las prisas! Si, a los organizadores de la Primera Bienal de Casablanca les queda un trecho largo para ser perfectos aunque ya sea admirable su decisión de poner en pie nada menos que una bienal.

Los artistas acuden de todo el mundo, en concreto de 40 países, pero mandan en número los locales y luego los españoles. Más de treinta están presentes. El grupo más potente acude bajo el paraguas de Medocc (Asociación Cultural del Mediterráneo Occidental) y apoyado por la mano de su diligente comisaría Zara Moya. Integran la mayoría de este grupo artistas maduros y cuajados, y todos con una gran obra y reconocimiento.

El jienense Diego Moya, que vive y trabaja tanto en Madrid como en Asila, llevó hasta Casablanca una de sus creaciones últimas de materias que estallan sobre el frío aluminio, y Fernando Verdugo acarrea hasta las abigarradas salas del Sofitel uno de sus potentes cuadros empedrados de carburundum donde queda sellada, como siempre, la piel de su Sevilla. El gallego José Freixanes con sus recuerdos de India y Teresa Muñiz, que dejó para la organización una acuarela portentosa que hace del Atlántico de Essaouira una evocación de su Cantábrico asturiano: azul, plata y transparencia. La joven del grupo, la granadina Marina Vargas -sigan a esta chica- alfombró el centro de la catedral blanquísima con un sencillo kiling de plástico en el que deja dormir un corazón de Jesús roto por enormes agresiones indoloras. También llaman la atención las obras de Angiola y Julia Bonanni, madre e hija, el vídeo de esta última, una mujer a punto de ser madre atrapa, mientras que la obra de Angiola, otro vídeo, es el sueño expresionista, a su manera, de un árbol que se deja volar.

Vista la magnitud del empeño, no pocos animadores del arte, e incluso intelectuales locales, creen que el artista marroquí se ha quitado los complejos y decide competir por derecho con el resto de artistas del mundo que se dan cita en la bienal, pero también en las diversas mostras que se vienen haciendo en Marraquech desde hace años. Su opinión hay que estimarla y ponerla en su justo lugar al mismo tiempo. Al artista marroquí -y en general al musulmán- le pesa demasiado aún la carga de sus ulemas y la influencia de las escuelas coránicas. Es verdad que el país de los beréberes viene siendo desde hace más de siglo y medio ese lugar prodigioso para la creación de artistas de todo el mundo, y que su impronta y magisterio se nota en sus obras. Pero lo mejor de ellos aún esta por venir.

Acontecimientos como el de Casablanca acortan millas en esa carrera hacia el tú a tú con Occidente. El debate que sin duda aparecerá a propósito de la obra allí expuesta les ayudará a caminar en ese loable empeño.