En 1921, escribió Borges que «el paisaje, como todas las cosas en sí, no es absolutamente nada». En su Crítica del paisaje, el argentino añade que esa palabra es «la condecoración verbal que otorgamos a la visualidad que nos rodea» y nos insinúa que hacemos esto «untados con cualquier barniz conocido de la literatura». Es decir, que lo que leímos nos hace mirar las cosas que nos rodean de una manera distinta y envolverlas a través del juego de las palabras. Y añade que ir a mirar adrede el paisaje nos iguala a los turistas que van a los museos a ver cuadros porque hay que ir a verlos, o porque son cuadros famosos. Hace 100 años Borges no hablaba de turistas sino de «indios blancos que desfilan en piaras militarizadas por los museos». Hace casi 100 años.

Llegar a la pasera de Santaella en la que Bodegas Robles voltea cada día sus uvas Pedro Ximénez para preparar la joya de sus vinos (su PX Selección 1927 ha ganado 40 premios internacionales desde el 2013 y es uno de los productos más singulares de la DO Montilla Moriles junto a los PX de Toro Albalá y Alvear ) sitúa al visitante en una dualidad: hay riesgo de meterse en el papel de turista que Borges cuestiona, ponerse estupendo y elogiar el lugar con adjetivos lacrimógenos, «tedioso, atorado de ritmos sentimentales». Pero Julio Verne escribió: «Abre los ojos, mira», así que los visitantes miran.

Las miradas

Como ya lo hicieron los miembros del estudio de diseño Pablo Gallego en una anterior visita y recuerda ahora mirando las uvas extendidas sobre el suelo el bodeguero Francisco Robles: «ahí está la paleta cromática de todos los vinos de Montilla, ellos lo vieron». Se refiere a que de un vistazo, el observador atento puede ver el degradado del color que va desde el marrón más oscuro a un amarillo claro. Los tonos que aportan las uvas, en función de si se han secado más o menos: marrón más oscuro para el Pedro Ximénez, amarillo para el fino. Y en medio de ellos, el oloroso, palo cortado, amontillado... Esa es la mirada del diseñador.

Decía Borges que lo «bello es lo espontáneo, lo que carece de planos declamatorios». La mirada del periodista se ejercita a través de la pregunta, así que preguntemos. Óscar Cañete Luque, 30 años, lleva cuatro años trabajando en el campo: «de campaña en campaña». Narra cómo su padre «me cogió en la primera cepa y me enseñó». En unos días se irá a La Rioja a seguir cortando uva, explica, mientras avanza tijera en mano en la hilera de vides. Óscar está casado con Jessica Merino, 26 años, también de Nueva Carteya, que corta uva este año por primera vez, trabajo que compagina con la recogida de la aceituna y el cuidado de mayores. En casa usan el PX para cocinar. Con 17 años, terminó de estudiar «un ciclo» y como no había trabajo de su sector encontró algunos empleos en hoteles y empezó su relación laboral con el campo. Ella aspira a que el hijo de 10 meses que tienen en común «estudie una carrera, que para el campo siempre hay tiempo». Ella no irá a La Rioja, se queda a cuidar al niño. Prueba el PX, pero dice que es «más de refresco». Antonio, el manijero, 36 años, asegura que en La Rioja, «los señoritos valoran el trabajo de los andaluces» y que «riojanos no hay». También se quitó de estudiar a los 15 años y desde entonces va encadenando campañas. «Se vive bien», afirma. Rafael Domínguez, suegro del manijero y padre de una de las jornaleras, tiene 60 años y lleva trabajando en el campo desde los 23, olivar y viña principalmente, aunque también patata y remolacha en Vitoria. «Uno se ha criado en esto, y a mí hija le di la oportunidad de estudiar, pero ya está; desde los 16 años ella se ha estado buscando la vida», dice orgulloso.

Saturnino Ortega, 33 años, tiene claro su reto. Le quedan seis asignaturas para acabar la carrera de Ingeniería de Caminos, que estudió en Burgos. «Se me atragantaron y no quería seguir abusando de mis padres», dice. Tras trabajar también en bares, ahora su plan pasa por entrar en la Policía Nacional, y «cuando tenga un sueldo estable, ir sacándome lo que me queda para ser ingeniero». «En realidad yo no me veo en el campo», porque «aunque los compañeros nos llevamos bien, el trabajo es duro». Es mediodía y a Saturnino ya le han picado cinco avispas en las manos al meterlas entre las vides para cortar los racimos. Él considera que «la gente no valora el esfuerzo y el trabajo en equipo que hay detrás de una copa de vino».

El proceso

Un tractor reparte cajas entre las hileras, el bodeguero da el ok para que se corten en el momento en el que el raspón (la parte de la rama que la conecta con el racimo) esté seco, pues si está verde aporta una desaconsejable astringencia al vino, pero en un equilibrio que haga que la uva no está seca para garantizar la producción. Ese equilibrio ha de conjugar con otro factor más: la uva, al dejarla caer en la pasera no puede romperse porque el mosto vertido al suelo provocaría la aparición de los mosquitos y posibles infecciones. De hilera a hilera vuelan las cajas vacías para que los jornaleros vayan llenándolas de racimos. Antonio recuerda que el esfuerzo es todo el año y Rafael, veterano, muestra su gusto por beberse «lo que ha trabajado». Los jornaleros cortan, las completan y el tractor las lleva a la pasera, un alto en una colina cercana, a unos dos kilómetros de la viña.

En la pasera está Jorge Robles, sobrino del bodeguero que durante el año gestiona la finca y ahora agacha el lomo para voltear los racimos, cargar las cajas y participar así de todo el proceso. «A mi generación, si les das a elegir entre vino y cerveza eligen cerveza» y «si no generas un vínculo personal con el campo, los jóvenes vienen los días de la campaña y luego se van». En el suelo, una especie de fardos a los que llaman «esterillos» sirven para que los jornaleros dejen caer los racimos, con cuidado de que un racimo no tape a otro. El sol asola la uva, la deshidrata y el jornalero la va volteando para que quede en su punto exacto de equilibrio antes de ser recogida para llevarla al lagar, donde será molturada. La no humedad ambiental de esta zona tan seca permite que el proceso no se trunque de noche. «Si llueve un poco (algo infrecuente en la zona) se giran los racimos y se ponen a secar» y si llueve mucho y de forma continua que impide su secado, se ha de recoger la cosecha para acabar teniendo «un Pedro Ximénez de menos calidad o una mistela».

Nieves Galiot, en la pasera.

La artista y el sumiller

En la visita hay también una artista y un sumiller. La artista, Nieves Galiot, trabaja recientemente lo que ella califica como «acciones simples» y en el volteo de la uva para su secado ve eso, una «acción sencilla», no porque no requiera esfuerzo o no sea trabajosa sino por no ser compleja. Una acción «sin pretensión», «que nos lleva a un principio simple: el sol y la uva». El sumiller es Rodrigo Pardo, de origen vallisoletano y residente en Córdoba desde hace unos meses. «Me ha llamado la atención que sea un proceso tan artesano y que se siga haciendo a pesar de que a veces cueste que sea rentable». A pesar de que en torno al vino y la gastronomía se multiplican en los últimos años las aulas, cátedras, museos y demás, nadie parece haber investigado el origen de este vino. Pardo cree que «hay que intentar que la gente sepa que es especial». Y mientras, en Internet triunfa el relato de un caballero que trajo de Flandes una uva Pedro Ximénez, una historieta llena de épica y vacía de casi todo lo demás que se repite una y otra vez agrandando su leyenda.