¿Creéis que no sé que esto también pasará? Que llegará un momento en el que mis palabras os suenen apagadas. Diréis «ah, puff, Agredano» y os soplaréis en el flequillo. Pasaréis de página. No cliquearéis. Me iréis abandonando poco a poco, como cuando dejamos a alguien hablando solo en la cocina y nos ponemos a hacer otras cosas. A perseguir a los niños. A leer otras letras. Y mi prosa caminará ya entonces como un mamut hundido en brea. Se irán acabando los temas y apaciguándose el entusiasmo. Esta ferocidad de ahora. Esta del amor y los tiempos convulsos. Y entraré en un páramo. En una relación estrictamente económica con este periódico. Y me haré rey de lo pequeño. Culparé a los lectores. Me autopublicaré libros autobiográficos. Intentaré medrar en concursos provinciales de literatura. Me iré poco a poco de este mundo y entraré en otros mundos, más áridos, menos jóvenes. Beberé vino blanco. Llamaré mondadientes a los palillos. No lo digo con tristeza. Lo asumo como una bendición. Porque vendrán otros a escarbar en vuestros corazones. Algún día mis hijos me verán como a un enemigo. Algún día aborreceré estas líneas. Algún día encontraré consuelo en el pacharán y el endecasílabo.

El paso del tiempo es mi tema único. De niño, una sola vez, me pegaron en la palma de la mano con una regla de madera. Suena como a cosa antigua, pero sucedió en torno a 1986, en el Colegio Público Mediterráneo, que aún entonces, creo, se llamaba Lope de Vega. Mi maestra, no recuerdo su nombre, tenía una regla ancha sobre la mesa. Y a veces nos daba con ella, tras hacer algo especialmente grave. No recuerdo qué hice yo. No era un niño travieso. Sería alguna bobada puntual. Cualquier cosa que se le atravesó. Y me pegó. Extendí las manos y me dio en la derecha. Escribo esto y al remover mi memoria noto el chasquido y el cosquilleo ígneo recorrer mi cuerpo. No era solo dolor físico. Delante de toda la clase. La tentación de quitar la mano, pero aguantar ahí, por dignidad, ese golpe, con templanza infantil, con un la garganta como un sumidero atascado. La piel roja y el relámpago en todo el brazo. Juro que recuerdo cada fotograma de aquel diminuto calvario. Pues quiero decir que el paso del tiempo es igual que ese golpe: tan seco, tan desproporcionado, tan indulgente, tan temible.

Mira que es difícil salir del Ikea... pues más me cuesta entrar. En Ikea los matrimonios se cimentan o se diluyen. Pasamos la vida encerrados en grandes centros comerciales. Buscando la felicidad en vitrinas. Agarrados a la esperanza de lo físico. No lo critico. Me uno a la tribu, piso cada poco la comanchería. Hay quien viaja a la India, yo cambio de sitio los muebles del salón, compro platos nuevos, pongo bombillas donde antes había oscuridad. Si el día de mi muerte proyectaran mi vida: unos pocos caliqueños memorables, un par de amigos, mi familia, mis hijos, mi gran amor y horas de centros comerciales, de sus blancos pasillos. Gente desconocida en colas breves. Camisas que no me llegué a poner nunca. Estanterías Kallax llenas de libros intactos. Pasa el tiempo y yo con él me voy perdiendo, como uno más. Como un muñeco roto que termina en la basura. Soñando con pasar a otras manos infantiles pero condenado a la oscuridad del plástico, a la negritud, a un adiós imperecedero.

Siento la tristeza. Está siendo una semana dura. El próximo día volveré con confeti, guirnaldas y bengalas. No hay mayor condena que el miedo a no ser feliz, pero hay que perder el miedo a no vivir en calma. Eso cantábamos en Deneuve. Qué tiempos. De cuando uno se creía el centro. Ahora, orillado, consciente de la fragilidad y la pequeñez de nuestra existencia, miro el mar con otros ojos. La mirada cansada del que camina en paz consigo mismo. Esta extraña tregua con el reloj, con uno mismo y con la vida.