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Crónica desde Pekín, bajo el manto naranja

Una fugaz tormenta de arena ha devuelto a la capital china a su pasado distópico de mascarillas y cielos turbios

Ciudadanos con mascarillas bajo una neblina gris.

Ciudadanos con mascarillas bajo una neblina gris.

Adrián Foncillas

Recuperé esta semana el purificador de aire que se apretaba en una caja de la última mudanza con la yogurtera y la colección de cedés. En vano: mi modelo dejó de fabricarse cuatro años atrás y no hay filtros en el mercado. La reciente tormenta de arena devolvió Pekín a su pasado distópico de mascarillas y cielos turbios que parecía superado.

Las tormentas de arena llegan en primavera. Nacen en el desierto del Gobi, fronterizo con Mongolia, y cubrieron esta semana una docena de provincias chinas. Eran rutinarias una década atrás y dejaron de serlo por la briosa reforestación en la mitad septentrional. Las corrientes de aire del calentamiento global las han devuelto. Dejan un regusto terroso en el paladar y fotografías postapocalípticas con neblinas grisáceas y un ubicuo manto naranja.

Los veteranos y los nuevos

Lo de esta semana no ha sido, en puridad, contaminación. En las tormentas de arena abundan las partículas PM10 en contraste con las PM2,5 que generan las obras, fábricas de carbón y otras actividades humanas. Estas tienen un diámetro 30 veces menor al de un cabello humano y son capaces de filtrarse en los pulmones y riego sanguíneo. Se lo aclaramos los veteranos, versados en la abstrusa jerga científica, a los nuevos.

No hay asunto que identifique mejor a unos y otros que la contaminación. Un compañero aludió a ella para cancelar un paseo por el río y yo veía un horizonte prístino. La aplicación de móvil, me aclaró inquieto, mostraba un nivel superior a 100 (la concentración de microgramos por metro cúbico de partículas). Con niveles mayores se corrían maratones antes.

Muchos pensaban a principios del milenio que los factores climatológicos y geográficos de la capital formaban su bruma grisácea. Incluso tenía su encanto. La embajada estadounidense colocó un medidor de contaminación sobre su tejado en 2006 y les sacó del error. La ciudad limpió sus cielos para su cita olímpica de 2008 y tras esta empezó una lenta pero implacable degradación.

La contaminación dictaba la cotidianeidad de los pequineses entonces. Consultábamos su nivel en el móvil tras despertarnos con un gesto reflejo y planeábamos el día: bicicleta o metro, gimnasio o sofá, oficina o casa… Repartíamos purificadores de aire por las habitaciones y nos habituamos a la mascarilla mucho antes del covid. En los días de plomo, con niveles superiores a 500, no distinguíamos los edificios a una cincuentena de metros. Las multinacionales ofrecían un plus salarial por contaminación y los estudios científicos certificaban los riesgos. La esperanza de vida en el norte era 5,5 años más corta por la quema del carbón, la contaminación dejaba 1,2 millones de muertos anuales y un día bajo la bruma equivalía a fumar un par de paquetes de tabaco. Pekín era “apenas apta” para la vida, concluyeron un par de academias chinas.

Las autoridades contaban entonces 'días azules'. Establecían cinco niveles y llamaban así a los dos más bajos. Era un criterio optimista y sin validez internacional, así que el recuento oficial era recibido con chanzas cuando Pekín proclamaba mejoras y el aire tendía a sólido. Los días azules verdaderos eran tan excepcionales que las redes sociales se llenaban de fotografías de cielos.

Asumida la contaminación como norma, buscábamos la esperanza en el calendario. Una cumbre internacional, una Asamblea Nacional Popular o un Congreso del Partido, un desfile militar… Cualquier acto que exigiera cielos pintados con rodillo azul. Pekín detenía el tráfico y la industria, incluso en las provincias vecinas. Si fallaba todo, recurría a la lluvia artificial. Provocaba remilgos en la comunidad científica pero nunca en los pequineses. Cientos de cohetes cargados de yoduro de plata apuntando a las nubes restan romanticismo a una tormenta primaveral pero esas cuestiones parecen triviales si no has pisado la calle en días.

Niños jugando en Pekín tras el paso de la tormenta.

Niños jugando en Pekín tras el paso de la tormenta. / ADRIÁN FONCILLAS

El volantazo medioambiental es la mejor noticia que ha llegado desde China en décadas. Declaró la guerra a la contaminación, la combatió con brío y cedió a la India el testigo de la calamidad ecológica. No siempre son inmaculados los cielos pequineses pero la contaminación es asumible, no perturba la vida diaria y las crisis son excepcionales. Los ventarrones se habían llevado ya la arena el miércoles. Los ancianos ejercitaban esta mañana sus cuerpos flexibles como el bambú en la orilla del lago Houhai, correteaba la zagalería frente a la Torre del Tambor y ya ha vuelto mi purificador de aire a la caja. Supuso la fugaz tormenta una oportunidad para explicarles cómo era el viejo Pekín a los que esta semana se encerraron en casa por un poquito de tierra.