En el último testamento antes de su salida del palacio, Hosni Mubarak parecía alguien que vive en un mundo diferente, que solo se escucha a sí mismo, incapaz de reconocer su fracaso, que busca la gloria sobre los cadáveres de su gente y exige el reconocimiento de un pueblo que ha reprimido. Parecía un gobernante prepotente que consideraba insignificante el levantamiento de los jóvenes, pero este fue el paso de gigante de una población que ha derrumbado el telón del miedo dejando a su régimen y a otros de la región al desnudo. Enseñando su cara real ni sus grandes protectores han podido disfrazarlas. Los temblores que recorren Egipto no se van a limitar a un país o ubicación específica.

La intifada del Nilo ha descolocado a muchas potencias, sobre todo a Estados Unidos. En la caída de este otro muro, a diferencia de la gran acogida que encontraron los países del este en la UE, los vecinos mediterráneos del sur parecen huérfanos, la ambigüedad de los gobernantes occidentales ha dado alas a un régimen dictatorial en lugar de situarse rápidamente a favor de las aspiraciones legítimas del pueblo.

Los jóvenes egipcios entendieron que el pan, la libertad y la dignidad solo podrían conseguirlos en las calles, no sobre los tanques estadounidenses en Bagdad, cuando George Bush en el 2003 pretendió exportar aquel modelo de democracia para justificar la invasión de Irak. Estos acontecimientos han demostrado que la transformación política, económica y social, es decir, el cambio, debe ser logrado por las sociedades, que la valentía demostrada es la que logra arrastrar a las grandes potencias a su lado. Es evidente que el rais y su régimen no han sabido gestionar su tiempo político, han interpretado tarde y mal las transformaciones en el mundo. No hay otra opción que escuchar a la gente. La protección de la estabilidad requiere de decisiones valientes que permitan el diálogo; no se puede ocultar la verdad cuando hay un ejército de millones de internautas.

El Consejo Supremo Militar tiene que pasar de las palabras a los hechos, mostrando que está a favor de las legítimas demandas populares y debe actuar por una transición pacífica por un tiempo limitado en el camino hacia la libertad.

El escenario egipcio ha cambiado. Hay motivo de esperanza, pero hay que ser prudente. Se sabe que el mañana no va a ser de color de rosa, pero la nueva etapa ha empezado. Se ha terminado con la parálisis política, con la fórmula yo o el caos. Es el final de la intimidación y la marginación, el final del mal sueño. Es el tiempo de la dignidad. Hay que seguir el camino porque nada volverá a ser igual. Son momentos históricos y una nueva generación asume su propio destino para construir un futuro mejor.

Un futuro que debe eliminar la brecha entre el gobernante y su pueblo. Que no se mate otra vez la esperanza, que los títulos universitarios no sean una tarjeta del club de los parados, que una vivienda digna no vuelva a ser un sueño inalcanzable, que las cosas cambien, que los gobiernos se ganen en unas urnas limpias y que la corrupción se combata sin impunidad.

Es solo el comienzo de una primavera en pleno invierno, pero hay que estar vigilante para que la victoria de hoy no se convierta en un preludio de la derrota de mañana.