Hasán Ahmed opta por descalzarse antes de adentrarse en el vasto pedregal que ocupa el espacio donde hasta hace muy poco se erigía la madrasa Jamia Hafsa. Este seminario religioso femenino, afiliado a la vecina Mezquita Roja de Islamabad --un centro de culto construido en 1965 y con un amplio historial de radicalismo-- ha sido eliminado de la faz de la tierra por bulldózeres tras la operación que, el pasado verano, puso fin a meses de asedio policial al complejo religioso y que dejó tras de sí un número de muertos y heridos sobre el que Gobierno e islamistas discrepan.

En silencio, Hasán Ahmed, estudiante de madrasa, recorre, cabizbajo y sin pronunciar palabra, el descampado, bordeado por una corriente de aguas residuales. "Nuestras hermanas fueron martirizadas aquí y es posible que debajo estén enterradas algunas", reconoce.

NO ESTA SOLO En esta agradable mañana invernal, Hasán Ahmed no parece estar solo en su peregrinaje. A pocos metros, aunque con los pies calzados, caminan Gulam Murtaza y Mohamed Yasín. "Venimos aquí para homenajearlas, para ver con nuestros ojos los que nos enseñaron por televisión y en cedés", aseguran. Unos cedés que no se venden en los mercados de Pakistán y que sostienen que, durante el ataque, se utilizó fósforo blanco.

La Mezquita Roja ya no es roja. Sus muros han sido cubiertos de pintura blanca, extremo que no parece preocupar al khatib (imán) Maulana Ahmed Sadiq, sobrino de los Ghazi. "Le dije al Gobierno que si cambiaban el color de la mezquita la gente seguirá refiriéndose a ella como Mezquita Roja por la sangre de los mártires". Puede que Abdulaziz Ghazi se halle en la cárcel y que su hermano Abdulrashid esté varios metros bajo tierra, pero el centro que en los 80 loaba la yihad contra la ocupación soviética en Afganistán sigue en las mismas manos.