Acaba el año económico claramente peor de lo previsto allá por enero. Y lo hace por motivos fuera de nuestro alcance, comenzando por la inflación, los cuellos de botella globales o los efectos persistentes de la pandemia, pero otros son de política económica propia, con tres errores evidentes. El primero, la irrealidad del cuadro macroeconómico de los PGE. Sobran las razones, tantas como las continuas revisiones a la baja de los organismos e instituciones nacionales e internacionales. Ahí está el dato definitivo de contabilidad nacional del tercer trimestre y la proyección del cuarto.

El segundo, la pugna «marketiniana» y el retraso inaceptable de las «reformas» pendientes. Una situación de emergencia no se combate con desacuerdo ideológico que, al final, posiblemente, quede en tierra de nadie.

Y relacionado con el anterior, un volumen de ayudas tan extraordinario para recomponer la economía necesitaba mucho acuerdo institucional; mucha más rapidez y mucha más neutralidad política, para canalizarlas con la mayor eficacia, y transparencia, posibles.

Uno desea, como no puede ser de otra manera, que 2022 corrija tanto desajuste y sea bastante mejor que 2021, pero viendo el panorama, crispado y sobrado de soberbias...