Rusia se acerca, en opinión de numerosos observadores, a lo que podría llamarse una tormenta perfecta. Los bajos precios del crudo en un país que, aparte de armas, fundamentalmente exporta petróleo y gas al mercado mundial, erosionan las bases en las que se asentaba la estabilidad del Gobierno de Vladímir Putin, una suerte de pacto no escrito entre ciudadanía y oficialidad por el que aquella se inhibía de interferir en asuntos del Kremlin a cambio de prosperidad.

El país afronta elecciones legislativas en septiembre del 2016 y presidenciales en el primer trimestre del 2018. La oposición extraparlamentaria, privada del acceso a los medios de comunicación, ya ha adelantado que intentará aprovechar la oportunidad que le concede la combinación de ambas citas electorales con el poso de descontento. Mijaíl Jodorkovski, el exmagnate de la petrolera Yukos, que pasó un decenio en la cárcel y convertido ahora en disidente, ha pedido, desde su exilio, "una nueva revolución pacífica" que debe arrancar lo antes posible "porque la decadencia ha entrado en su fase final". También ha anunciado que apoyará financieramente y con recursos a candidatos opositores mediante su fundación Rusia Abierta.

Pese a la creciente asertividad opositora, las autoridades rusas cuentan todavía con mecanismos para aliviar el malestar que genera el crudo barato en una economía rentista como la rusa. En especial, los dos fondos soberanos de inversión, el Fondo de Reserva y el Fondo Nacional de Inversión Ruso, mecanismos de los que se ha proveído el Estado ruso para amortiguar cualquier volatilidad en los precios del mercado de hidrocarburos.

Pero las reservas tienen un límite. En noviembre, antes del nuevo derrumbe del petróleo, el ministro de Finanzas, Anton Siluanov, advirtió que si las condiciones macroeconómicas no mejoraban, a finales del 2016 solo quedarían 15.000 millones de dólares, tras gastar 31.500 en tapar agujeros en las arcas públicas. M. MARGINEDAS