Es posible que en pocas semanas se abra una oportunidad a la innovación en las políticas de empleo para las personas con discapacidad. El Gobierno ultima el borrador de la ley general de derechos de las personas con discapacidad y su inclusión social. Y es de esperar que a inicios del 2014 se publique el paquete de ayudas a la inclusión laboral de las personas con discapacidad, en concreto de las que trabajan en los centros especiales de empleo. No es una materia fácil.

La discapacidad es algo que en ocasiones se esquiva, se oculta o se aparta, o está asociado a la "mala fortuna" y que despierta más una voluntad samaritana que de inclusión y normalización. Cualquier intento normativo que vaya más allá de una concepción puramente asistencialista, corre el riesgo de ir más rápido que el ritmo de la sociedad. Por ello, si la norma no es brillante en su redacción y efectiva en sus dispositivos operativos, quedará reducida a un loable pero estéril ejercicio declarativo.

La ley sola no transforma la sociedad, pero paradójicamente queda absolutamente desprestigiada si no contribuye a hacerlo y si no asume con inteligencia un papel de liderazgo transformacional.

Según datos de 2011, la tasa de actividad de las personas con discapacidad es 40 puntos inferior a la de la población no discapacitada. La tasa de paro es 5 puntos superior. Y el salario medio de los discapacitados es un 50% inferior. Esta es una cara de la realidad, simplemente inadmisible y que, como tal, debe sancionarse de forma contundente. Hay otra cara que debería ponerse en valor. Es la relativa al retorno económico que para la sociedad supone la inclusión y el empleo de las personas con discapacidad, en términos de reducción en gasto médico, sanitario y de prestaciones, en contribución fiscal y de seguridad social, en captación y desarrollo de talentos y competencias o en generación de riqueza productiva con impacto en PIB. En este contexto, esperamos que cuando se abra la puerta a la discusión y a la tramitación parlamentaria, podamos ver, al menos, una regulación firme y honesta sobre las cuotas y sobre políticas de igualdad en las empresas.

Una nueva regulación de los centros especiales de empleo que supere la falaz controversia sobre el mercado protegido y que permita convertirlos en capacitadores y en una pieza clave de un sistema de formación profesional tan ausente como necesario en el ámbito de la discapacidad. Una política audaz respecto de la contratación pública social, que a su vez expulse a los especuladores sociales y favorezca la colaboración entre la economía social y el mercado clásico. Y una política de subvenciones y ayudas públicas orientadas a efectividad, a innovación y a productividad. Si cruzáramos este umbral, estaríamos en la senda del desarrollo social.