De las revoluciones nacen las grandes ideas. De las revoluciones nacen también goles que revelan la grandeza de un equipo que apostó por el fútbol. Y así el Barça ganó al Estudiantes de La Plata, remontando una final que tenía perdida. Ganó revolucionando el juego después de una primera parte tan mísera que no parecía ser quien es. Un equipo que nunca se ha visto. Ni tal vez se vuelva a ser. Pero la idea de Guardiola (quitó a Keita y puso a Pedro en el descanso) provocó un efecto devastador en la final. No solo porque marcó Pedro, suyo es este Mundial de Clubs, sino porque reveló que la fe, fanática en un estilo de fútbol, le ha llevado a la cima. Desde ahí arriba, no hay nada más. Solo el reconocimiento y la admiración.

Y eso que Estudiantes llevó el partido a su terreno. Adelantó su línea de presión al borde del área de Valdés, ahogó a Xavi, desactivó a Messi, encerró a Ibrahimovic mientras Henry se autodescartaba él solo. No estuvo en el sitio en que debía cuando Xavi sirvió el balón en el área pequeña y se caía cuando un defensa le soplaba. Los argentinos, entretanto, tejieron una tela de araña que acabó por desquiciar a los azulgranas, viéndose un irreconocible Barça, que no disparó ni una sola vez a portería en los primeros 45 minutos. Todo lo contrario que Estudiantes. Un disparo, un gol. Un cabezazo, un tanto. Se coló Boselli entre Puyol, que estiró su cuello y no llegó, y Abidal, que no pudo ponerse en el sitio adecuado. Así, con la máxima eficacia posible, el equipo argentino tenía el partido perfecto. Mientras el Barça se angustiaba porque nada de lo que le llevó hasta Abu Dabi le salía, Estudiantes iba alimentando su autoestima. Y el control del encuentro, nerviosos como estaban los azulgranas porque a Xavi le hicieron un penalti clarísimo y el colegiado mexicano Benito Archundia, una calamidad, ni lo vio.

UNA TORTURA Nada era lo que debía ser. Ni el Barça tenía el balón. Ni el Barça dominaba la final. Ni el Barça se apoyaba en su lujoso trío de delanteros (Messi, Ibrahimovic y Henry) para desequilibrar un partido que Estudiantes, al dar un paso al frente en la presión, lo convirtió en una auténtica tortura. Benítez era la sombra de Xavi mientras a Díaz, el lateral izquierdo argentino, no solo tenía tiempo a secuestrar futbolísticamente a Messi sino que sirvió un centro exquisito para que Boselli abatiera con astucia al Barça. Había que tomar medidas urgentes, y Guardiola lo sabía, porque el campeón de Europa se iba consumiendo. Urgentes y drásticas fueron esas medidas revolucionando en el descanso con un cambio (Pedro por Keita) el dibujo táctico del Barça, que pasó a jugar con 4-2 (Busquets y Xavi de pivotes), 3 (Pedro, Messi, Henry) 1 (Ibra). O, si se quiere, casi un 4-2-4.

A partir de aquí, se jugó otra final. No fue la exhibición de Roma, pero en una segunda parte maravillosa, con extremos abiertos a las bandas (Pedro por la derecha y Jeffren por la izquierda, ¡sí, dos niños de Pep!) terminó con el rival asfixiado. Entonces, el fútbol azulgrana se impuso a la dureza argentina. Entonces, los pequeños demostraron que no solo basta dar patadas para ganar una final. Xavi cogió la pelota, Guardiola colocó a Piqué de ariete, emulando al Alexanko de Cruyff, y Pedro apareció en el área para cabecear el empate. Se mire por donde se mire, fue algo casi como un milagro. Uno de los más enanos de la plantilla lograba un tanto histórico para demostrar al mundo que el buen fútbol acaba triunfando. Repasen el gol de Messi. No solo miren su corazón. Ni se detengan tampoco en su pecho. Repasen como Alves llega por la derecha como si fuera el primer minuto de la final y centra, Ibra arrastra a los centrales y Leo irrumpiendo desde atrás certifica un tanto que no solo tiene una estética maravillosa sino que lleva un mensaje que jamás se olvidará. Aquel que durará por los siglos de los siglos.