CRÍTICA TEATRAL

Lejana tierra mía

La obra ha sido dirigida por Constanza A. Aránguiz, Nicolás Rivero y Máximo Huerta

Teatro Góngora de Córdoba, en el que se interpretó la obra.

Teatro Góngora de Córdoba, en el que se interpretó la obra. / Archivo / Córdoba

Lejana tierra mía, en un rectángulo verde se inicia Moisés. Un homenaje a la infancia. La figura está vestida de rojo, azul y amarillo. Sudadera, pantalones y calzas. ‘Bajo tu cielo quiero morirme un día’. Es Antonio Aguilar y Moisés, carne desdoblada en un ejercicio de interpretación sostenido y complejo. Junto a José Emilio Vera, este texto vive todavía, formado de imágenes de recuerdos que, lejos de ser soñados, fueron escuchados en silencio. ‘Con tu consuelo’, pensados, reídos y llorados. ‘Con tu consuelo’, en un diálogo sordo de viente años. ‘Y oiré el canto de oro de tus campanas que siempre añoro’. La obra ha sido dirigida por Constanza A. Aránguiz, Nicolás Rivero y Máximo Huerta, siendo este último el autor del texto dramático. 

La figura de Moisés permanece de espaldas mientras el locutor describe el aire y el campo de una tierra. ‘Nos lo venden como algo colectivo, pero estás solo’—dice Moisés. El jugar al fútbol y la vida mientras se juega. Son dos planos que se bifurcan en dos puntos de la escena diseñada por Bibiana Cabral. El primero tiene un lugar central y es compartido con el presentador de un programa. La verdad es parcial e insiste entre las preguntas con un público, con dos bancos de vestuario y con un césped para jugones. La segunda dimensión dramática necesita de un foco cenital en el lateral. ‘En un balcón florido se oye el murmullo de un juramento’. La figura se recoge en un espacio pequeño y suyo, de primera persona, cuyo expresado llega solo al límite de este cerco, sin salirse de la línea iluminada. ‘No sé si al contemplarte al regresar sabré reír o llorar’. Los dos encuadres se yuxtaponen. Sola o en equipo, una vida trata de volver al punto en el que perdió la autonomía de jugar. Hoy se viste con las mismas ropas. Pero no a tiempo; no con las mismas personas. 

‘Tu no estás. Faltas tú. ¡Oh, mi amor!’. Vuelve de la muerte con un abrigo de piel, con su flor y su sol. Fin del letargo, Moisés abandona el rectángulo de césped con gafas de sol. Por el carisma y talento de Antonio Aguilar y José Emilio Vera, somos llevadas a un altar velado. Se recuerda un tiempo junto a su madre, a su abuelo. ‘Lejana tierra mía, de mis amores, cómo te nombro’. Se va escuchando en escena un sentido que pesa y difunde. Es el pasar de las cosas pasadas. Es el resultado de una resta para la madre que ha estado cosiendo una suma cada cuatro años silentes. Mudez consciente, ‘en mil noches sin sueños y con la pupilas llenas de asombro’. Ves desaparecer voces familiares y nada puedes decirles. ¿Cómo salvar el partido si el campo ya está vacío?

La infancia aparece proyectada en el fondo del escenario. ‘Dime que no son vanas mis esperanzas’. La música que sonaba al inicio y que ahora se retoma ha cambiado de signo. Ya no expresa alegría, sino el dolor de un vacío que queda cuando, a un todo, demasiadas personas se le han restado en una espera. Sin soltar esta verdad, la figura va a disponerse a recomenzar sabiendo lo que ha perdido. En las gradas cercanas hay caras sin nombre, público y programas de fútbol. Pero, ¿y en la lejanía? ‘El destino encuentra su paradoja’—dice Moisés. ‘Bien sabes tú que pronto he de volver a mi viejo querer’. Por él y con el deseo intacto, con amor se eleva. Baja en un giro extraño y con sentido inverso. Se detiene en las palabras perfectas. Lejana tierra mía, lo entendí todo. Y el nieto dormía. Y el abuelo soñaba. 

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