Diario Córdoba

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Crítica teatral

Tartufo: hijos del ciego amor

Pepe Viyuela protagoniza en el Gran Teatro Tartufo, una sátira de Molière sobre la hipocresía dirigida por Ernesto Caballero

Pepe Viyuela, en primer término, ante el elenco de la peculiar versión de ‘Tartufo’. CÓRDOBA

Tartufo se yergue en tiempos de feria cordobesa; en tiempos de rabiosa actualidad, de Big Data y de discursos horadados, tan extasiados de sentido que han desacostumbrado a los ojos a pensar en la posibilidad que rodea el mundo y que designamos con palabras. Desacostumbrados a preguntar antes de afirmar, ahora nuestros párpados apenas se abren: nuestros ojos están cegados. De ahí la importancia de acudir a este arte del teatro, para ver. En este espectáculo propuesto por el director Ernesto Caballero, curiosamente será la mirada la que insista en el hecho artístico, siendo ella el hilo que una vez encontrado, deshará el contenido y desbordará el sentido, enriqueciendo el punto de vista de un mundo por el que tartufos discurren invisibles. La obra presenta un tiempo intersticial que aboga por un pasado y un presente en un mismo plano, de una metateatralidad comprometida gracias al diseño del espacio escénico, al maravilloso reparto y al vestuario de Paloma de Alba. Tartufo irrumpe así en el espacio con trajes de atemporalidad neutralizada, pues se trata de una profusión de indumentaria verista, de aquella época y de esta, que nos mira frontalmente y lanza una pregunta antes de empezar. Cuestiona, en simetría con el dramaturgo francés, porque se trata de una crítica, de un teatro que apela a la sociedad, y que Ernesto Caballero deconstruye sobre el escenario con una naturalidad cómplice con el patio de butacas. ¿Cómo representar, en su estado intransitivo? La forma reside en encarnar la interrogación hasta arrastrarnos al texto, dislocarnos con su simetría en lo inmediato y despedirse con un gesto consabido: un símbolo, que sólo una voluntad soberana podría alzar y acompañar con una sonrisa. 

Ráfaga y cambio de iluminación, desde una luz blanca de rico metateatro de tiempo presente hacia un teatro de tonalidad cálida, creándose un intersticio que versa con Molière. Dos tiempos se alternan en este Tartufo, denotados y posibles por el espacio sonoro de Luis Miguel Cobo y por la iluminación de Paco Ariza. Así mismo, el trabajo impecable de Beatriz San Juan, de ritmicidad vista y provocada, ha jugado un papel principal, dado que ha representado los signos propios de la comedia de Molière: la repetición, la simetría y la ironía. Las prendas se agrupan en cuatro unidades o percheros. Las figuras serán quienes muevan las estructuras de prendas colgadas, interrumpiéndose y perfilando una nueva escena, acorde con la pregunta que las sobrevuela, continua en la recta horizontal que es este tiempo que no avanza, intersticio que representa lo eterno del arte dramático. La escenografía juega así una simetría elocuente y narrativa, y espera a que los huecos sean ocupados por cuerpos que mantengan y materialicen este recurso propio de la comicidad. Irónicos a su vez, los espejos cercan la escena en la que la imagen de la hipocresía y de la mentira son puestas ante nosotros, denunciando doblemente la ceguera que se padece ante lo visto, ante el ‘Pícaro que engaña con capa de religiosa piedad’.

De gesto en gesto y de lugar en lugar, el gran elenco de esta obra escribe una forma, la del intersticio, donde la ceguera será extirpada: ‘de una mirada vio todas las mentiras de este infame’. El gran actor Pepe Viyuela ha representado un hilarante Tartufo, quebrando la cuarta pared y llevando el teatro desde escenario al pasillo del Gran Teatro sólo para acercar este arte todavía un poco más a sus inmersos espectadores. El trabajo excelso e impecable de las actrices Silvia Espigado, María Rivera, Estíbaliz Racionero y de los actores Paco Déniz, Germán Torres, Javier Mira y Jorge Machín ha logrado trascender la mera transposición de una comedia del siglo XVII, subrayando sus caminos posibles entre discursos en lenguaje pasado y actual, entre costumbres y culturas encubiertas por el uso de la lengua: una ceguera que puede ser vista, y por tanto, curada en su inercia.

Con ello, Tartufo es una mirada dramática que se aproxima al pasado sin ceder a él, quedando en su límite con la estética y el mainstream de lo cómico para alcanzar al ojo que quiere ver. Molière criticó la hipocresía, y restableció la equidad entre individuos con la figura de justicia y de autoridad soberana del Monarca. El presente también critica, pero su mayoría se contenta con una realidad intersticial, vivida en slow motion y cegada por una complejidad jerárquica de planos en la que los superiores no son accesibles, ni democráticos, ni justos, pero eso sí, se hacen ver con una luz cenital que irrumpe y no cesa de saludar, que se ríe cuando le preguntas y que no dará respuesta a una eterna pregunta. 

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