La de Saint-John Perse (1887-1975) quizá sea la obra poética del siglo XX que posee mayor ambición totalizadora –y digo quizá porque, en el ámbito hispanohablante, la de Pablo Neruda seguramente podría rivalizar con la del francés en este aspecto –. Ya desde el inicial Estampas para Crusoe, que termina a los 17 años, emprende Perse la tarea de asimilar el mundo –por la vía de contenerlo en el poema– en dosis que van de lo minúsculo a lo inabarcable, de lo concreto –el objeto, el oficio, el viaje – a su conceptualización –la idea, el proyecto, la civilización –; y con un lenguaje plagado de tecnicismos procedentes de disciplinas como la biología, la geología, la botánica, la geografía, la astronomía o la meteorología.

Su poesía, escrita primero en versículos y, después, en una original combinación de versículo y párrafo, es toda ella un canto de alabanza a lo que vive, sean cuales sean sus condiciones materiales o su naturaleza, su dignidad o su bajeza; un himno para exaltar aquello a lo que se canta, para dar fe de que está ahí, referido a sí mismo y atravesado por una suerte de armonía universal, de unidad en lo disímil y diverso, que es la que intenta capturar esta suma poética –setenta años de escritura– en la que la palabra “dios” muy rara vez se escribe con mayúscula. De ahí que los críticos-etiquetadores le hayan endosado a menudo el adjetivo de “autotélica”, o –peor aun– los de “hermética” y “profética”, términos todos que aluden, aun en su parcialidad, a las dificultades de comprensión que la obra de Perse plantea en el plano de la significación mediada o comunicativa, el único que hoy parece reclamarse a la poesía.

Sin embargo, en su defensa –si acaso fuera necesaria, a pesar de su enorme estatura y su absoluta coherencia de tono e intención –, habría que decir que ha estimulado el trabajo de poetas como Derek Walcott, Manuel Álvarez Ortega –que fue su primer traductor al castellano–, Pere Gimferrer, Antonio Gamoneda o Juan Carlos Mestre, quien, en compañía de Alexandra Domínguez, también poeta, además de pintora, firma esta primera edición bilingüe de la integral poética del autor de AnábasisNada hay de hermético en la poesía de Perse, como no sea que en sus versículos, tallados como raras gemas lingüísticas, los sustantivos y los adjetivos pocas veces se emparejan como el uso o la convención disponen, sino para forjar imágenes que complejizan el sentido, lo expanden o lo indeterminan –lo uno lleva a lo otro –, sin dejar de producir nunca la sensación de que quien escribe se dirige a una especie de posteridad que, en caso de duda o necesidad, podrá informarse acudiendo a sus textos de los avances y retrocesos de la especie humana.

Puede abrirse al azar esta edición, que el lector encontrará enseguida ejemplos de lo que digo: “ríos enfáticos” (pág. 205), “árbol mendicante” (pág. 357), “celebraciones submarinas” (pág. 633). O, si no, este párrafo: “…A la tercera lunación, los vigías en la cumbre de las lomas plegaron sus tiendas. Se hizo cremar el cuerpo de una mujer en la algaida. Y un hombre avanza hacia el inicio de la tierra yerma –profesión de su padre: comerciante de pomos de esencias” (pág. 211).

Según esto, la de Perse no sería una voz “profética” sino, todo lo contrario, testimonial; y pretendería, efectivamente, comunicar, pero no un mensaje, sino un mundo sujeto a perpetuo cambio, vibrante de olores y colores, afanes y frustraciones, fundaciones y aniquilaciones; el rumor espumoso de la vida en todos sus órdenes, desde el más constante al más volátil: “Y yo escucho […] todo lo existente dirigirse hacia su consumación” (pág. 845). Para conseguirlo, el poeta francés, premio Nobel en 1960, se vale de un versículo de poderoso aliento rítmico y fraseo férreamente controlado, al que afluye un caudal de imágenes que parece brotar siempre de una fuente inagotable; una producción visual que tiene en la idea de migración, de exilio y errancia, su gran almacén metafórico: “¡Alejarse! ¡Alejarse! Palabra del que vive” (pág. 393). Y que lo tiene más que justificadamente, a tenor de la biografía del poeta.

Saint-John Perse, que nació en Saint-Leger-à- Feuilles, una pequeña isla de las Antillas francesas, con el nombre de Alexis Leger, hizo de la mudanza, voluntaria o forzada, casi un sistema de vida. Después de dejar de niño el Caribe francófono e instalarse con su familia en Pau, fue diplomático en China (1916-1921), de donde regresó para ocupar diversos cargos en el Ministerio de Exteriores; así, el de secretario general (1933-1940), en calidad del cual asistió a la firma de los Acuerdos de Múnich (1938) que sancionaron la anexión de los Sudetes a la Alemania nazi. De su presencia en esa cita queda el testimonio de una fotografía en la que comparece, en un avergonzado segundo término, junto a Hitler Mussolini.

Tras la ocupación alemana y la instauración del régimen de Vichy, se exilió en Estados Unidos y no volvió a pisar suelo francés hasta 1957. Sin embargo, muchos años antes, en 1920, viajó a Mongolia cruzando el desierto del Gobi, una experiencia de crucial importancia en la composición de Anábasis (1924), su poema más conocido, traducido por Walter Benjamin al alemán en 1929, por T. S. Eliot al inglés en 1930 y por Giuseppe Ungaretti al italiano un año más tarde. Es en el relato de esa expedición, cabalgada o ascenso hacia el interior de un territorio o de una mente –todo eso, a la vez, significa “anábasis” – donde estrena el pseudónimo de Saint-John Perse y puede decirse que cristaliza por primera vez, y con pleno éxito, su singular poética: una épica que avanza a golpe de hallazgo lírico, de imagen; donde lo que se ve compensa de sobra por lo que no se entiende, pues su función es esclarecer, no registrar.

Después, tras un lapso de veinte años sin escribir, dedicado exclusivamente a la política y la diplomacia, publicará sus extensos libros de madurez, Exilio (1945), Vientos (1946) y Mares (1957), para cerrar el ciclo con Crónica (1960) y Pájaros (1962) –que vuelven a ser poemas secuenciados, como “Anábasis”– y cuatro últimas piezas, mucho más breves: Cantado por la que ahí estuvo (1968), Canto para un equinoccio (1971), Nocturno (1972) y Sequía (1974). La traducción de Domínguez y Mestre extrema el tecnicismo y la extrañeza a los que tiende el original francés con el empleo de vocablos como “bohío”, “acucioso”, “algaida” o “ardicia”, e incurre a menudo en el vicio de verter de dos maneras distintas una misma palabra en el mismo texto, aun cuando es evidente que se trata de una repetición deliberada. Así, en la página 391, donde “lit du vent” se traduce como “álveo del viento” y, una línea más abajo, como “cauce del viento”. O, en Recitación en elogio de una Reina, en la que la frase “Pero ¿quién sabría por dónde adentrarse en Su corazón?”, que cierra cada una de sus cinco breves partes, en la tercera, inexplicablemente, se transforma en: “Pero ¿quién sabría por dónde abrirse paso hacia Su corazón?”. Con todo y con eso, el trabajo de los traductores, un colosal e impagable esfuerzo, es, en su conjunto, verdaderamente formidable.

'Obra poética (1904-1974)'

Autor: Saint-John Perse

Traducción: Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre

Editorial: Galaxia Gutenberg

896 páginas, 33 euros