Entusiasmo protagonista que abre y cierra esta noche; entusiasmo de un público que ha colmado el Gran Teatro. Éxito del dominio estético teatral del director Andrés Lima y el dramaturgo Juan Cavestany al interpretar lo que significa hacer teatro en la contemporaneidad: una pregunta circula, vela y corrompe el ambiente de un salón americano de 1980. ¿Cuándo se deja de ser principiante en el amor? Su indiscernibilidad nos la ha trasladado con ansiedad, vergüenza, frialdad y ternura uno de los mejores actores de nuestro tiempo, Javier Gutiérrez, quien iniciaba su paso por el encuadre como un testigo baconiano, y que ha progresado hacia un modelo elocuente de paternalismo americano. Fílmicamente, su tangible interpretación hacia público correspondería a un primer plano que ocuparía nuestra pantalla, mientras que el resto de personajes quedaría detrás, en segundo plano. Esta singularidad es ejemplo del cariz cinematográfico que enraíza cada elemento de la obra, en el que han sido determinantes las sobresalientes interpretaciones de Mónica Regueiro, Vicky Luengo y Daniel Pérez Prada. Este último, encarnándose entre dos tiempos en el papel de personaje narrador, gracias al espacio sonoro y el peso de las luces de tonalidades narrativas, a cargo de Valentín Álvarez.

Los recursos expresivos de la escenografía de Beatriz San Juan han logrado que el tiempo se figure a sí mismo entre transiciones, y han configurado un manto que se desenhebraba a cada sorbo de ginebra. Así es el universo de Raymond Carver, en el que la unidad móvil en la pieza teatral es el amor embriagado. Andrés Lima nos lo presenta con convicción desde sus rasgos, sus colores, comportamientos y sensaciones. Se siente en el interior, en los órganos, se demuestra en los gestos y se refleja en las miradas. Qué somos sino gente entristeciéndose, desilusionándose, cayéndose, gritándose, besándose.

En fin, principiantes amándose.