El concierto del Día de Andalucía, celebrado los días veintiocho de febrero y uno de marzo, sugería con su programa una suerte de identificación entre lo andaluz y lo español -como si lo primero reuniese las esencias de lo segundo-, abarcando en él a autores de toda la geografía española -incluyendo a un madrileño de origen prusiano exiliado y nacionalizado en México- con obras compuestas entre finales del siglo XIX y mediados del XX. El marco reducido en el que con frecuencia se concibe esta convocatoria suele imponer programas poco contrastados y algo forzados, como ha sido el caso del que nos ocupa: la recurrencia folclórica y costumbrista sigue encorsetando la visión de lo andaluz, convirtiéndose estas en las únicas referencias que parecen encontrarse creíbles a la hora de mirarnos en el espejo.

Comenzó la velada con el Himno de Andalucía, que dio paso a Vistas al mar, de Toldrá, de cuya interpretación -salvo algunos momentos del segundo movimiento, Lento, que sonaron con cierta gravedad- adoleció de inexpresividad, anunciando así desde el primer momento lo que sería la tónica general del concierto.

La Fantasía para un gentilhombre siguió la línea ya trazada en cuanto a la dirección orquestal se refiere, si bien es cierto que en ella la presencia de la guitarra aportó vistosidad -aunque no la hidalguía manchega que caracteriza la obra-, que sonó más limpia en los pasajes más detenidos que en los ágiles.

Tras la pausa se anunciaba una colección de danzas que podrían haber aportado la viveza de sus ritmos a la ausencia de relieve del concierto: se escucharon La madrugada del panadero, de Rodolfo Halffter, y cuatro de las 12 danzas españolas, de Enrique Granados, sin grandes cambios en el rumbo: ausencia total de oleaje en la mar andaluza.