POESÍA

La lírica de Manuel Romero

‘Luces del silencio’, un enjundioso libro que recoge la obra del escritor extremeño en Amargord

Manuel Romero. | CÓRDOBA

Manuel Romero. | CÓRDOBA / Carlos Clementson

Al enfrentarnos a la consistente poesía de Manolo Romero, extremeño de Guareña (1948), radicado en Córdoba, tras pasar por Madrid y la Corte de sus poetas, lo que nos llama la atención, en primer lugar, es la sólida construcción de la misma, su dominio de todos los recursos del ritmo, del metro, la estrofa y la rima; la finura de su oído educado a los solemnes compases del canto gregoriano en su experiencia monacal en San Cayetano y su amor y conocimiento absoluto del arte coral y de la música, confirmado bajo otro seguro magisterio en estas lides líricas y melódicas, como fue el de su tan cercano y familiar José Hierro.

De tal modo que no sería nada inapropiado ni excesivo si, en comparación con tantos poetas de hoy que aún no son conscientes de que la poesía es el arte más cercano y emparentado con el ritmo y la música, le aplicáramos el adjetivo de «el mejor artífice», o «il miglior fabbro», como así designara el circunspecto T. S. Eliot al peregrino poeta norteamericano Ezra Pound.

Este dominio técnico, este buen gusto musical y finura auditiva, esta sabiduría «de la musique avant toute chose», preside todo el enjundioso volumen de más de 800 páginas que recoge su poesía completa hasta la fecha, que paradójica y enigmáticamente se titula ‘Luces del silencio’ (Amargord Ediciones), y en la que la presencia de la música y de sus creadores e intérpretes es una constante, desde Tomás Luis de Victoria a la «Pavana de Fauré» o «Franz Schubert agoniza en un adagio» y tantos otros poemas en los que la música y sus creadores alimentan temática y espiritualmente esta poesía tan sabia, tan culta, y, a la vez, tan auténtica y sin pretensión de ningún vano o postizo culturalismo.

De ahí que me atreva a asegurar que Manolo Romero, en la estela gloriosa del maestro Gerardo, sea el poeta que mejor nos ha sabido trasladar los valores, tanto fónicos como sensuales y espirituales de la música y las grandes obras orquestales a través de la palabra, de su palabra melódica y su gran capacidad plástico-metafórica y onomatopéyica, tanto para transmitirnos una temblorosa vibración musical como, en su otra vertiente animalista, las formas, expresiones y movimientos de todas las criaturas de Dios. De tal modo, por ejemplo, se adecúa el dominio y variedad métrica de sus poemas a la múltiple diversidad e índole anímica de sus irracionales personajes, que (si nos ponemos un tanto profesorales y académicos) nos recuerda la fina y realista adecuación de la métrica al objeto, del arte mayor y menor a la diferente corporeidad física y hasta anímica que encontramos en ese didáctico bestiario dieciochesco que son las ‘Fábulas’ de Iriarte.

Un poeta del mundo natural

La oxigenada y oxigenante poesía de Manolo Romero nace de la autenticidad, de su proximidad a la tierra, a los suyos, a los ríos, a la botánica, a la hierba, a las «hojas de hierba» y al trino de los pájaros, que han sido también sus mejores maestros. Su amoroso conocimiento de la naturaleza y de todas sus criaturas, de la múltiple belleza de los animales, en Manolo Romero es algo tan vivo y perdurable, tan imprescriptible y constitutivo como el amor a su esposa Marga, tan dolorosamente desaparecida hace unos años, o el que puede sentir por sus hijas y sus nietos.

Su poesía es una atiborrada Arca de Noé, y Manolo desde el puente de mando de su lírica embarcación, como avezado patrón, dirige su segura singladura por las aguas de la actual poesía española, a veces, tan turbias y azarosas, llevando a bordo a las más tiernas y entrañables criaturas de la zoología, que para el poeta lo son todas: desde la polícroma mariposa a la nocturna cucaracha, desde el cenagoso sapo al volandero colibrí y la lagartija mutilada, desde la proletaria hormiga a la gentil jirafa o el contumaz mosquito, sin olvidar el desértico camello o la oceánica ballena, y sin desdeñar otros más heráldicos y batalladores como el borgiano tigre de la Malasia o el león de la Metro. Pues no en vano nuestro lírico biólogo, doctor en ciencias naturales y saberes agropecuarios, es un enamorado del Parque de Cabárceno y del Jardín Botánico de Córdoba o Madrid, a los que tantas veces me ha llevado y me ha iluminado con su profundo y cordial conocimiento en la materia. Pero son los animales más desatendidos y los de menor entidad física, los más humildes y franciscanos, los que más íntimamente llaman la benigna atención de este hermano lego de San Francisco, que, puestos a competir, si no fuera por la recoleta y sonriente humildad que le caracteriza, estaría casi a punto de atreverse a rivalizar con la inmarchitables «Florecillas» del santo. Nuestro poeta reviste casi todo lo que toca de un aire celebratorio y festivo, abraza a sus polimórficas criaturas con una mirada fraternal, lúdica y jocunda, cuando no es su cuerda elegíaca la que vibra; de ahí que el gusto por los placeres de la vid y los más apetitosos deleites culinarios se den la mano también con su afición al arte de Cúchares y Morante, donde el ibérico toro adquiere sacrificial protagonismo, a la sombra mítica de Mitra y los bisontes de Altamira.

Pero hay también en su poesía una vertiente tiernamente evocadora y, a veces, dolorosa y pudorosamente elegíaca, así en sus evocaciones de sus campos nativos que recorriera de travieso infante, lleno de apasionada curiosidad por el mundo, como los inmarcesibles amores del bachillerato, y por encima de todo la inmortal Beatrice de su poesía, que se llamaba Marga, Marga Hierro, y que llena sus versos de emoción y temblor ante la fatalidad irrevocable.

Poemas como el de la fatídica fecha de «15 de junio 2004», «Margarita (niña) y Sirio» (el perro de Aleixandre), entrevistos en una añeja fotografía, y tantos otros de este hermoso y doloroso ciclo, nos dejan sin palabras. Un rosario de poemas en los que también las criaturas de Dios, esas humildes bestezuelas del campo y volanderas aves de los cielos, también parecen sumarse, como pequeños ángeles amigos, al dolor del poeta.

Este absoluto dominio métrico-poético de Manolo Romero le viene de su fértil conocimiento de la mejor poesía de nuestros Siglos de Oro y la lírica tradicional española; nuestro poeta no es amigo de traducciones ni de versiones de poesía extranjera; en esto él es plenamente autóctono y netamente castizo; él está sabia y confortablemente instalado en la entraña de nuestra poesía de siempre; yo, a veces, le reprocho ese tan arraigado casticismo, pero él se siente muy a gusto y acompañado en su fragante y polifónico universo botánico y zoológico, y eso sí, acompasado también por los mejores músicos de las cortes de España y de Europa.

Esta ‘Poesía completa’ tiene un posterior y más festivo apéndice satírico-burlesco en un nuevo bestiario, publicado por la misma editorial, éste de carácter infernal y satánico, lúdicamente satánico y satírico-burlesco: «Ad porta inferi» («A las puertas del infierno»), aunque a nosotros esta poesía de humor, de agudeza y pirueta nos suene a gloria... o a uno de sus maestros amados, don Francisco de Quevedo, por su dominio formal y por su ingenio.

‘Luces del silencio’.

Autor: Manuel Romero.

Editorial: Amargord . Madrid, 2022.

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