Diario Córdoba

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efemérides literarias

La inmensa arquitectura del recuerdo

Marcel Proust, autor de la monumental ‘En busca del tiempo perdido’, falleció hace un siglo

Marcel Proust. Pablo García

La actualidad literaria de este mes de noviembre viene marcada en Francia por el centenario de la muerte de Marcel Proust, el escritor francés más importante del siglo XX y una de las figuras más destacadas de la literatura universal. Su recuerdo ha desatado una auténtica efervescencia proustiana en todos los medios culturales y literarios del Hexágono. Por otra parte, la fecha de la efemérides, el 18 de noviembre, en plena vorágine de la ‘rentrée’ literaria francesa y de la entrega de los más importantes premios literarios, entre ellos el Goncourt, nos recuerda, precisamente, el que recibiera el propio Proust el 10 de diciembre de 1919, originando un gran escándalo en los medios intelectuales y literarios de la época. Porque el que ahora parece indiscutible genio de las letras, el gran renovador de la novela del siglo XX, al lado de Joyce, Faulkner o Kafka, no fue en vida un autor ciertamente apreciado y su reconocimiento sólo le llegó ya al final de sus días y tras su muerte.

La monumental obra de Proust, ‘En busca del tiempo perdido’, sufrió, de entrada, el rechazo de un mundo editorial nada proclive a la publicación de una obra tan larga, tan compleja y tan contraria, según los editores, al gusto de los lectores de aquellos años. Pero ese rechazo y las peripecias que lo rodearon, se convertirían, al final, en un episodio que habría de marcar la historia editorial francesa y, de rebote, el prestigio y reconocimiento del propio Proust.

En el verano de 1912 Proust tiene 41 años. A esa edad sólo ha publicado un libro editado por él mismo en 1896, ‘Los placeres y los días’, una recopilación de poemas y relatos cortos, y la traducción de ‘Sésamo y lirios’ (1904) de John Ruskin, su admirado escritor y crítico de arte inglés, del que traduciría también su ‘Biblia de Amiens’. Pero el escritor lleva ya años trabajando en el que será su gran proyecto literario y se decide ahora a dar a publicar ‘Por el camino de Swann’, el primer volumen de ‘En busca del tiempo perdido’. Se dirige a varias editoriales que rechazan el libro, entre ellas la prestigiosa Gallimard. Aquí jugó un importante papel André Gide, miembro del comité de lectura de la editorial, que desaconsejó su publicación. Una decisión que habría de pesar en la conciencia de Gide toda su vida, y de la que se arrepentiría públicamente. Empeñado en publicar su novela Proust acude a la editorial Grasset, que acuerda su publicación en 1913, pero corriendo los gastos de edición a cuenta del autor. Tras la aparición del libro, que se vendió, por cierto, bastante bien, la editorial Gallimard se da cuenta de su error y compra los derechos de edición de toda la producción de Proust en 1917. Gallimard publicará a partir de esa fecha no sólo los siete volúmenes de ‘En busca del tiempo perdido’, sino la obra completa del escritor.

De esta manera resuelto el ‘affaire’ editorial, en 1918 aparece ‘A la sombra de las muchachas en flor’, que consigue al año siguiente el premio Goncourt, disipando con ello, definitivamente, todas las dudas sobre la calidad artística de Proust. En los años siguientes, aparecen ‘El mundo de Guermantes I’ (1920), ‘El mundo de Guermantes II’ y ‘Sodoma y Gomorra’ (1921). Después, tras su fallecimiento, irán apareciendo los tres volúmenes que completan ‘En busca del tiempo perdido’: ‘La prisionera’ (1923), ‘La fugitiva’ (1925) y ‘El tiempo recobrado’ (1927), en los que Proust ha estado trabajando hasta prácticamente el día de su muerte. Ya más tardíamente se publicarán algunos textos inéditos del escritor: ‘Jean Santeuil’ (1952), ‘Contra Sainte-Beuve’ (1954) y ‘El indiferente’ (1978). En 1954, la obra de Proust entra en la prestigiosa Bibliotèque de la Pléiade, cuando ya es un escritor traducido y leído en todo el mundo. Ahora, cien años después de su muerte, en un siglo dominado por las prisas y el estrés, en la era de internet y de las redes sociales, nos preguntamos si es posible leer a Proust y disfrutar de su lectura. Y la respuesta que nos dan muchos críticos con los que coincidimos y muchos experimentados lectores, es que hoy, más que nunca, su lectura puede ser un bálsamo y un inmenso placer estético e intelectual.

Bien es cierto que ‘En busca del tiempo perdido’ resulta, con sus casi tres mil páginas repartidas en sus siete volúmenes, una obra intimidante, que puede provocar el desánimo, cuando no el rechazo. Pero su extensión no tendría que ser un obstáculo en estos tiempos de sagas interminables o de ‘best seller’ igualmente largos que están en la memoria de todos. La dificultad estribaría, más bien, en la aparente falta de trama y acción en la obra, en la complejidad de la larguísima frase proustiana y en su estructura narrativa, circular e iterativa, donde los procedimientos de ‘mise en abîme’ y de ‘flash-back’ obligan al lector a una especial atención y una connivencia absoluta con el texto. Son con estos elementos, hoy considerados piezas esenciales de la renovación de la escritura narrativa en el siglo XX, con los que ya tropezamos y sufrimos muchos lectores y estudiantes universitarios españoles de los años sesenta y setenta, cuando lo que nos atraía de Francia era el existencialismo y la literatura ‘engagée’ y leer a Proust -Sartre le acusaría de ser un «escritor burgués»- suscitaba no pocos prejuicios que su biografía no ayudaba, precisamente, a disipar. Marcel Proust nació en el selecto barrio parisino de Auteuil, el 10 de julio de 1871, en el seno de una familia de la alta burguesía. Su padre, Adrien Proust, era un afamado médico epidemiólogo y su madre, Jeanne Weil, pertenecía a una acaudalada familia judía. En la vida del escritor concurrieron tres factores que, a decir de sus biógrafos, determinaron, de alguna manera, su existencia y también su obra. En primer lugar, su salud precaria por culpa del asma, que explicaría su carácter maniático y su enclaustramiento, a partir de 1910, en el dormitorio sombrío y triste de su apartamento parisino de la calle Hamelin, forrado de corcho, para dedicarse exclusivamente a la escritura. En segundo lugar, su condición de «medio judío» que condicionaría, de alguna manera, sus amistades y su toma de partido en el ‘affaire Dreyfus’, de cuya controversia nacional encontramos numerosas referencias en sus libros. Por último, su homosexualidad nunca reconocida públicamente, como sí harían André Gide o Jean Genet, pero que impregna y modula, en gran medida, la escritura de ‘En busca del tiempo perdido’.

Estos tres elementos biográficos explicarían la obsesión del joven Proust por gozar de un prestigio social que nos suministra esa imagen frívola y un tanto decadente, de dandi ocioso y esnob, sólo interesado por la vida mundana de los círculos aristocráticos y de los salones de la alta burguesía parisina. Una imagen que jugaría muy negativamente en un primer momento de su carrera literaria, provocando esa desconfianza de editores y críticos ante un tipo de escritura juzgada, al principio, como una mera crónica social.

Reverso, en cierto modo, del naturalismo de Zola del que criticaba con acritud tanto su método como su estilo, la mirada de Proust no buscaba menos desmenuzar y poner al descubierto los determinantes que rigen la vida, en este caso tomando como ejemplo a la alta sociedad de su tiempo, a la que terminó caricaturizando no sin cierto humor y una fina ironía, para fraguar la imponente arquitectura de ‘En busca del tiempo perdido’. La escritura de Proust, literatura entre dos siglos donde convergen el impresionismo, el modernismo y el decadentismo, marca el final de un mundo, de una época que el propio escritor ve desaparecer entre los fragores de la Gran Guerra. Su obra supone, como señala con acierto Andrés Amorós, «la cumbre -y quizás el final- de la novela psicológica». La crítica ha destacado la compleja estructura de ‘En busca del tiempo perdido’ para considerarla una «novela-catedral», una «novela-árbol», una «novela-poema», o una obra «palimpsesto», es decir, como una inmensa memoria no sólo de la literatura sino también de los discursos de todo tipo de su época ( filosófico, crítico, estético…) que conviven y se superponen en su tejido narrativo, Pero, sobre todo, la obra de Proust significa la irrupción en la literatura de una manera de narrar, que inaugura una escritura del yo donde el pacto autobiográfico se rompe a favor de ese juego de reminiscencias e «intermitencias del corazón» en el que el tiempo y el recuerdo cobran el papel esencial que tendrán desde entonces en la novela más contemporánea.

Desde esas primeras y emblemáticas palabras: «Mucho tiempo he estado acostándome temprano», que inician el texto de ‘Por el camino de Swann’, una voz en primera persona nos atrapa en la magia de «una estética de la creación verbal» hasta el final del séptimo libro. Esta voz del narrador y protagonista del libro -que no debe confundirse con el autor- nos conduce a través de un sinuoso itinerario existencial por los espacios que nos depara esa «memoria involuntaria», la memoria afectiva fortuita, capaz de rescatar del olvido todo un mundo por el olor y el sabor de una magdalena mojada en una taza de té. Es el mundo de los Swann y los Germantes, de Combray, de Balbec o de París lugares ficticios o reales de una geografía entrañable que cobija los miedos de la infancia, los entresijos y reveses de los sentimientos, la vacuidad del brillo social y los afanes de un único anhelo: la creación literaria.

Porque en ese trayecto de búsqueda del tiempo perdido, de tentativa de reconquistar el pasado, lo que en realidad se pone de manifiesto no es una recreación de la experiencia vivida, sino la experiencia de un itinerario iniciático, casi místico, que nos conduce a ese tiempo, final fuera del tiempo, que cierra el ciclo de la escritura: El tiempo recobrado, que no es sino la propia obra literaria.

Marcel Proust, contrario a Sainte-Beuve, nos previene contra la idea de la obra de un escritor como reflejo de su vida. Para Proust un libro es el producto de «otro yo» muy diferente del que se manifiesta en nuestros hábitos, en la sociedad o en nuestros vicios. Porque, la verdadera vida, nos dice el escritor, «la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida por consiguiente real, es la literatura».

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