Los versos de Agudelo son jazmines que aroman las románticas callejas de nuestra juventud. Huelen a estío, son cálidas y afables golondrinas que hacen su nido en nuestro corazón después de taladrar la luz del tiempo. En su poemario nuevo, sus genuinas 65 miradas sobre Córdoba, hay una hermosa galería de imágenes cuajadas de serena eternidad. Algunos versos brillan, son relámpagos que resplandecen sobre la nostalgia y llegan hasta la casa familiar para abrazar a la madre envejecida. Otros, en cambio, amanecen junto a Góngora y tejen una sutil melancolía que arropa la humedad de nuestros sueños. Dentro de Antonio Agudelo hay un poeta con alma vespertina cuando toca la luz que habita en voces que no están (Eduardo García, Vicente Núñez o el esencial Pablo García Baena) y él resucita con azucenas y musgo: «Y ya es el mismo ser de la alegría», escribe refiriéndose a Eduardo. La muerte se hace entre sus labios añil cuando habla de su madre ante una tumba. Y luego, en otra pieza, sus palabras se elevan como trinos de un jilguero para abrigarnos. Entre las zarzamoras, pueblo y ciudad son frutos diamantinos en la sutil poesía de Agudelo.