Los años radicales comienza con dos citas significativas, la primera de M. Davis, «Todos mis mejores amigos están muertos. Pero yo puedo oírlos, puedo penetrar en sus mentes». La segunda es de Alberto García-Alix, que si alguien no lo sabe puede rascar un poquito para alcanzar algunas semejanzas de la relación que en los ochenta y noventa del siglo pasado existió entre artistas y droga. (Re)conocemos que el protagonista es uno de ellos, en los que la heroína mermó y diezmó una generación, que con independencia de clase social acabaron transitando calles convertidos en zombis y vestidos con un chándal que mal disimulaba la caída a los infiernos.

Al final de los setenta, con eclosión notoria en los ochenta, los jóvenes salían con el país de una dictadura prolongada y parecía que todo comenzaba, que había que recuperar el tiempo o acelerar el presente. La droga, con una popularidad desconocida hasta entonces, se iba cobrando adicciones y muertes en aquella difícil gestión de la recién inaugurada libertad. Parecía seguirse un eslogan que difundiera «todo vale» y en esas circunstancias apareció y se extendió el consumo de drogas con, incluso, buena prensa. Recordemos a Tierno Galván como munícipe declarando, «…y el que no esté colocado, que se coloque». No era ficción.

De la Rocha no se centra en una excusa sociológica o contextual, sino que el desarrollo de la narración focaliza una persona que se inicia en la heroína y poco a poco va descendiendo a su propio infierno, en el que de manera inevitable arrastra y es arrastrado por los más cercanos. No quiere decir que tan solo sea una caída individual, porque no sería verosímil, sino que alrededor van cayendo personajes. Vivir se convertía en sobrevivir o en morir. Muchos quedaron de manera irremisible por el camino, recogidos en servicios públicos o de bares, en callejones, en coches parados en extrarradios con jeringuillas en el brazo. La heroína se convirtió en algo parecido a una pandemia.

La narración se centra no en el hecho de la morbosidad que podría provocar la drogadicción, sino en sus consecuencias personales y entre los más cercanos, aparecen algunas escenas destacadas como la descripción del primer chute, que en acertada y reconocida reflexión parece ser a partir de ese instante lo que se intenta volver a sentir con la frustración que deja el fracaso después del ansia del intento. Una duda que asalta al lector y que el autor desmiente -lo anotamos como mérito- resulta de sospechar que se trate de una autobiografía, tan al uso, porque existe una aportación argumental y contextual que podría ser extraída de una realidad vivida.

Los años radicales se convierte en un relato muy bien cuidado en el manejo del lenguaje con un tempo adecuado a cada escena, pero también en una lectura inquietante y difícil. De hecho, la invención de alguien que graba las declaraciones a un personaje que ha superado el pudor de contar desde lo correcto sirve para que se descorra una especie de cortina, un mundo que para ser digerido necesita elipsis o simbolismo, pero es un acierto del autor haber encontrado la fórmula narrativa adecuada para contar sin censura, sin zonas en oscuro. De ahí la inquietud que provoca pese a tratarse de una ficción. Podríamos pensar que es un libro descarnado, pero se podría asegurar, debido a la realidad mostrada, lo decrépito inevitable. La condena verdaderamente fue la plaga de heroína de aquellos años, que ahora, tras una afortunada mengua, despunta de nuevo en territorios como Estados Unidos.

‘Los días radicales’

Autor: Alberto de la Rocha

Editorial: Galaxia Gutenberg

Barcelona, 2021